No sé si se percataron de que la novedosa peculiaridad de la primera revolución popular capaz de derrocar una dictadura en el mundo árabe consiste en que no tiene nada que ver con el islamismo.
El joven tunecino que desencadenó la revuelta al inmolarse en público nos recuerda a los monjes budistas vietnamitas o a Jan Palach en Checoslovaquia, unos actos de naturaleza precisamente opuesta a la de las bombas suicidas que son la marca registrada del actual terrorismo islámico.
Incluso en este acto no ha habido nada de religioso: ningún turbante verde o negro, ninguna túnica blanca, nada de ¡Alá Akbar!, nada de llamamientos a la yihad. Se ha tratado, por el contrario, de una protesta individual, desesperada y absoluta, sin una palabra sobre el paraíso o la salvación. En este caso el suicidio era el último acto de libertad dirigido a avergonzar a los dictadores y a instar a la gente a reaccionar. Era un llamamiento a la vida, no a la muerte.
Además, en las sucesivas manifestaciones en las calles, no se invocó un Estado islamista, ni los manifestantes se pusieron sudarios blancos frente a las bayonetas, como en Teherán. Ninguna referencia a la ley islámica. Y, lo más sorprendente, ningún "¡abajo el imperialismo yankee!". El odiado régimen era percibido como el resultado del miedo y de la pasividad, y no como la marioneta del neocolonialismo francés o norteamericano.
En vez de ello, los manifestantes piden libertad, democracia y elecciones con pluralidad de partidos. Dicho sencillamente, quieren verse libres de la familia gobernante.
¿Desaparecieron los islamistas?
No. Pero, al menos en África del Norte, muchos de ellos van descubriendo que no hay una tercera vía posible entre democracia y dictadura. Es verdad que varios grupos siguen la senda de una yihad global, y que vagabundean en busca de rehenes, pero no cuentan con el apoyo real de la población. Esa es la razón por la que están cada vez más en el desierto.
Este reconocimiento del fracaso del islam político ha coincidido con el carácter de esa nueva generación de manifestantes en Túnez y Egipto. La nueva generación árabe no está motivada por la religión o la ideología, sino por la aspiración a una transición hacia gobiernos decentes, democráticos y normales. Sólo quieren ser como los demás.
El Gobierno de Israel debe saber aprovechar esta oportunidad y acabar con el argumento de que "no hay con quien dialogar".
Cordiales saludos.
Susana Laniado
Jerusalén