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El arte de hablar por teléfono

Recuerdo una ilustración de una de las revistas que se recibían en mi casa; Selecciones del Reader´s Digest. No voy a elogiar el nivel y la calidad de los artículos; también leíamos buena literatura. En el dibujo se veía a un joven de la época con jeans, lo remarco porque no eran tan populares, tirado sobre un sofá que hablaba por teléfono. Teléfono de línea, obvio.

El cable espiralado llevaba a la muchacha, del otro extremo del aparato. El chico decía algo así como «Me gusta estar con vos». Ella asentía con una sonrisita norteamericana y hombros para arriba. El «estar» metafórico, aludía a oír la respiración del otro, mientras cada uno miraba televisión en su propio cuarto. Nada de palabras.

Desde aquella época en que yo era chica, hasta ésta en la que no soy grande todavía, transcurrió una vida de inimaginables cambios. Ni hablar de las transformaciones ocurridas desde la época de Proust, quien para frecuentar gente y conversar, debía salir de su casa. Viene a cuento esta última referencia, porque tanto para él como para Oscar Wilde, la conversación era un arte. Una de sus premisas básicas consistía en no aburrir al interlocutor, tampoco ser condescendiente y esquivar la irritación, que muchas veces asesina la cháchara, con una elegante verónica y cara de todo bien.

Escribí «ni hablar», sin embargo de hablar se trata la columna en la ocasión.

En la época del úselo-recíclelo-véndalo y recién después tírelo, existen ítems que han alargado su desempeño, como lo nombrado, así como otros que se han achicado; la paciencia, sin ir más lejos. Porque para ir lejos hay que tener paciencia.

Un ejemplo banal si se quiere, ilustrará a qué me refiero. Llama una amiga a la que me une una profunda amistad. Se supone que quiere conversar conmigo ¿no? ¿Por qué cada vez que lo hace responde a cuatro otros requerimientos simultáneos, es un enigma para mí? Un enigma que uno no está tentado a resolver sino más bien a cortar o decir: Amiga, si no tenés comodidades, no invites. Traducido da: si hablás conmigo no lo hagas con otros. En línea con este argumento, existen los que hablan con vos por teléfono y te espetan: - ¡Caca ahí no, ahí no! - sin alejarse del tubo. No sabés si se refieren a un niño, a un perro, a alguna persona mayor o de la misma edad que el hablante.

En la actualidad ya no se trata de la conversación, como una bella arte, sino de que el receptor no corte y quiera volver a recibir otro llamado de la misma persona.

Otro ejemplo; justo cuando tu interlocutor te está por decir quién mató a quién en la película en la que te quedaste dormida, o el nombre de un cirujano plástico que no te mata, en el amplio sentido de la palabra, el teléfono se le queda sin batería. Comienza una música con ritmo a fritura o a efervescencia de una sal digestiva que causa una ingrata sensación de malestar estomacal.

¿Y qué me dicen de la persona que te llama, a la vez que contesta mails, lee un mensaje de texto en forma entrecortada, de manera que no entendés un ápice de algo que podría llegar a ser mucho más interesante que la llamada, y de remate, se toma un café en tu oído? No digan que no conocen alguna de estas versiones desagradables del hablante telefónico. ¿Y de la persona que llamó tres veces al hilo porque tuvo inconvenientes para sostener una charla coherente y, cuando pretendés hablar contesta: - Gordi, estoy apurada, no tengo tiempo. Ni hablar de este caso. Mejor no hablar; no hablar nunca más.

Los celulares, dicen, no funcionan bien por este lado del planeta. Es una cuestión de bandas. Seguramente a alguien le sucedió más de una vez, que el emisor del llamado no haya cortado bien. Te tenés que fumar una conversación que, en ciertos casos, no sólo te tiene por oyente, sino como actor principal del relato. Son avatares de la post-modernidad tardía y de la mala ejecución del cortante.

Últimamente cuando llamo a alguien le pregunto si tiene tiempo. Es un modo elegante de inquirir no sólo por la disposición del otro para conversar sino y básicamente para saber si todos los frentes molestos están bajo control.

Uno de los cuentos más citados de J. D. Salinger, «Un día perfecto para el pez banana» comienza así: «la chica tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando desde la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito se repasó las uñas».

Con distintos dispositivos, nada nuevo bajo el sol.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 4.5.14

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