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Pijamas en New York y en Buenos Aires

Hace unos años, durante el siglo pasado, me instalé un invierno en New York, en el barrio bohemio por excelencia de aquella época, Greenwich Village. Vivía en un modesto studio de apenas dieciocho metros con baño incluido, cuarto piso por escalera, en el que vivió también, pero no conmigo, Manuel Puig.

En aquella época subalquilar era muy común. Yo le pagaba a un conocido, que a su vez le pagaba a otro y así. Jamás tuve problemas. Altri Tempi. El departamentito enclavado justo en una esquina que yo repetía como un mantra a los amigos y a taxistas - "Bedford and Carmine, just in the corner" - era bellísimo. Ahora mismo tengo una foto de Manuel la mañana del sábado en que, por contrato, debía dejarle unos días la casa a él, ya que iba a dictar tres clases en una universidad. Luego, partía inmediatamente ya que "me hace muy mal el frío", me aseguró.

Sé que no es posible, pero mi recuerdo encubridor me remite a un bello joven de hablar pausado, tiritando y con una mañanita, de esas que usaban las abuelas en el anterior siglo al pasado. Y eso que lo mejor del departamentito era la calefacción y una claridad dada por unos ventanales a la calle que, para desvestirte, tenías que hacerlo adentro del placard, ya que en el baño no había lugar.

Él venía de Alejandría; yo me iba por cuatro días a lo del fotógrafo Alejandro Kuropatwa. Éramos una colonia de argentinos amigos que estudiábamos, los menos trabajaban, otros vivían la vida loca, y todos antes de saludarnos decíamos - ¡Qué frío! Hola ¿quién habla? ¿Qué puedo decir que ya no se haya dicho en films, libros y revistas? ¿Que me encontré en varias oportunidades con Woody Allen y no me contrató para ninguna de sus películas? ¿Que fui al mítico lugar de rock CBGB y no entendía por qué la gente gritaba, lloraba o estaba contenta? ¿Que pasé una tarde entera en el decadente Chelsea Hotel en casa del ilustre jazzista Art Blakey, que hablaba con voz ronca, tenía frío, estaba muy resfriado y a quien atendía una ex verdadera musa del Flower Power? ¿Que esta mujer se lo pasó mostrándonos fotos a mi amigo, residente hacía años en la Gran Manzana, del Festival de Woodstock, Kerouac y Allen Ginsberg que a mí me gustaron un rato? Pero no un rato de seis horas, con una temperatura que calaba los huesos.

Bien, entonces queda dicho. Lo que no queda expresado es que todo lo que se diga de Studio 54, es poco para la época, se entiende. En fin, no faltará oportunidad de hablar sobre este glamoroso carrusel discoteril y sus concurrentes, donde me dejaban entrar porque seguro me confundían con otra persona. O por lo excéntrico que les parecía que una personita con anteojos -yo- escapara de una charla de Naom Chomsky en el MIT y se tomara la molestia de trasladarse de Boston a Manhattan. Vaya uno a saber.

El tema que hoy me ocupa no está referido sólo al vértigo y desborde de los fines de semana que comenzaban el viernes después del mediodía. Durante el resto de la semana afortunadamente estudiaba y leía sin parar los libros que Manuel había dejado en la biblioteca. Todos escritos por él. El asunto de hoy tiene que ver con el invierno crudo, rudo, lluvioso, gris, apto para enamoramientos repentinos o soledades creativas que disfruto tanto en Buenos Aires como en New York, pero eso sí, en un espacio propio, por pequeño que éste sea.

Los domingos por la mañana, esa zona parecía el desierto de Oklahoma. Nadie aparecía sino hasta las cinco, si es que lo hacían. Si necesitaba leche, tenía que bajar a un super chino, que para mí eran coreanos. Mi educación rioplatense, indicaba que debía bañarme, vestirme, abrigarme, bajar escaleras; toda una operación. Como muchos otros extranjeros en la isla, porque es una isla, aunque no te das cuenta, comencé a ser práctica: pijama y arriba el abrigo; llaves tiradas en una media a la calle para un conocido, deslizar una soga y subirla ayudada por otro y disfrutar de mi canasta familiar con invitados.

A mi vecino, el ya famoso cantante del grupo B52, no le daba vergüenza que asomara ese osito de velour debajo de su importante coat. A mí, me daba vergüenza que a él se le viera eso. Pero así era NY en aquellas épocas. Hace poco volví; ya no es lo mismo. La industria del atuendo para dormir impresiona. Si no usás un verdadero Calvin, Victoria Secret o La Perla ¡No dormís en mi casa! ¿Entendiste? ¡Y nada de truchadas de NY! Para buenas truchadas te volvés a Buenos Aires y encarás hacia La Saladita.

Uno de los últimos fines de semana hice lo propio, pero en Buenos Aires. Bajé a la confitería que queda justo frente a mi casa. Para mi sorpresa comprobé que ninguno de los allí presentes estirábamos el brazo para indicar qué factura o sándwich llevaría. - Ése, el segundo. - No, la tercer medialuna, la más quemada, la última de la fila. - Elegí vos cualquiera, la que más te guste. Temíamos que apareciera el volado de la manga del camisón o la pecherita con un Snoopy, es mi caso, debajo de la campera. No nos movíamos, permanecíamos como estacas. Le avisé a un señor que era su turno. Se movió sólo para pagar. Fue en ese momento que leí encima de su rolliza panza, en la parte superior de un pijama de grueso interlock; ¡Duilio, que noche la de anoche! A poco de mirar descubrí a otro que debajo del saco pijamero lucía en una remerita la inscripción ¡Marta, aprovechemos que los chicos no están!

Estos son los desafíos - interrogantes - que la ropa interior para dormir presentan en la actualidad, ¿la uso o no para hacer las compras?, que ante las inclemencias del tiempo, quedan tapados por lo que llamaría, desafríos, más que desafíos. Dejemos para la primavera la respuesta.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 10.7.11

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