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El viaje que no fue

Hace tres viernes me encontraba desternillándome de risa - no destornillándome como suele decir la gente - una temprana mañana, mientras leía a Groucho Marx en Memorias de un Amante Sarnoso, que casi me hace exclamar "Monsieur Marx soy yo", así como Flaubert decía "Madame Bovary soy yo".

Advertida como estoy por mi propio yo, por clientes, favorecedores y amigos, sé que mañana diré Woody Allen soy yo y pasado Philip Roth, con los consecuentes problemas de identidad que eso me acarreará. Por eso no digo nada. En esta risueña situación me hallaba cuando sonó el teléfono. Nada bueno podía anunciar.

- Hola, dice una voz masculina que no reconozco del todo. Indefectiblemente pregunto a esas horas: - ¿Quién murió? - Nadie, todo está bien. ¿Qué te parece irnos a Miami el lunes? dice la voz. - Perdón, número equivocado.

- Vamos Liz, hablo Yo. - ¡Ah!, repito yo, sí, claro y ¿de apellido?

- Bueno, ¿qué te parece?

-Decime de verdad qué tomaste, no tengas vergüenza. Mal, ¿qué me va a parecer?

- Te llamo más tarde, pensalo, contesta la voz, a quien ya reconozco.

Existe en el decir popular una frase atribuida a un señor que no es para nada santo de mi devoción y buen gusto - Aldo Rico - que dice: La duda es la jactancia de los intelectuales. Y yo soy muy intelectual, pero no la clase de chica de bolso fácil. Es más, no soy fácil. Un viaje supone para mí una decisión fuerte, a la vez que un paladeo anterior a ser realizado. Invierto horas de evaluación que me sumergen en abismos inconfesables y cuando por fin decido ir, me obligan a... ¡hacer valijas!

No creo que lo mejor que le pueda suceder a un humano sea armar maletas, transportarlas, poner pies en Ezeiza y vanagloriarse de esta acción tan perjudicial para la salud como fumar. Esto no significa que no viaje. Lo hago pero sin olvidar a Søren Kierkegaard en Temor y Temblor. Sin ir más lejos, porque lejos no iba, Kant nunca salió de su Konigsberg natal y fue feliz. En algún sentido soy también feliz, ya que me llamo Fe (lisa) más conocida por Liz. Un apócope de nombre y sobrenombre da por resultado Feliz. Feliz cuando estoy en mi feudo - léase casa - mientras leo, pienso, escribo y miro el techo.

Ese fin de semana transcurrió como a mí definitivamente me disgustan: llamados telefónicos a repetición, arreglo de papeles, mails de confirmación de vuelo que rebotaban, celulares - tengo dos - skype y afiladores de cuchillos que decidieron tocar el timbre en masa.

En mi nueva etapa de mayor flexibilidad, dados los resultados preexistentes, me dejé convencer. Me convencieron. Vencieron. Mi casa se transformó en un campo minado de cajas con ropa de verano, bolsos y productos farmacéuticos, la vedette estrella de todo desplazamiento a más de 50 kms. de mi hogar. Se me incrustó una píldora de no sé qué en el pie, que de ninguna manera deseché y pisé hasta derretir con el otro, un supositorio.

En cierto momento de tal estrago napoleónico, porque donde Napoleón pasaba se hacía notar a pesar de su estatura, me dirigí al modesto sitio de almacenamiento de bebidas alcohólicas -para las visitas- y elegí un Baileys, que es del mismo color que la leche Cindor, pero cuyo efecto etílico es inmediato. Fue entonces que comencé a tararear "Soy feliz, soy feliz" - emulando a Montaner, el cantante.

En estas condiciones, mientras preparaba las valijas, pensaba que después de todo, un viaje de unas semanas no es gran cosa. Significa la posibilidad de comprar a precio más que conveniente lo que aquí sólo mirarías de lejos, o alejarte de situaciones poco claras, dolorosas y paralizantes. O de otras que no te hacen tan mal, pero tampoco tan bien.

¿Qué más? Ah, existe la probabilidad de que se caiga el avión y no puedas despedirte de nadie, que te denieguen la entrada al país de destino y te retengan en una sala de mujeres sin comodidades básicas un par de días. Que Inmigración de USA se empecine en encontrarte una relación con el cártel de Sinaloa. Que finalmente, luego de más días a la sombra y un abogado costeado por vos, te deporten con custodia hacia el país de embarque con un cartelito: ¡Feliz Go Home! Esas minucias tontitas que pueden ocurrir cuando viajás. En mi nueva versión 2.3, mezcla de chica Epatante - la que pretende desconcertar al otro - y chica Agrado - la que quiere ser amable y considerada todo el tiempo -, enfilé hacia donde despegan los aviones. Ahí me esperaba mi amigo, quien por celular me iba anunciando la circulación de las aeronaves minuto a minuto, como el ráting, a pesar de la nube volcánica de cenizas.

- ¡Salimos, Liz, ya me imagino en la playa y vos en el shopping! Apurate.

- Me apuro, siempre y cuando la niebla me lo permita. Cuando arribé, el aeropuerto estaba vacío, triste y desolado. Mi amigo en la puerta con ojos colorados por las cenizas, hacía movimientos con los brazos para que lo reconociera, tal era la oscuridad imperante. Y así como la criptonita suprimía los poderes de Superman, las cenizas volcánicas anularon nuestro viaje. Volví a mi casa con la sensación de haber realizado un hermoso periplo sin alejarme demasiado de mi hogar, que es lo mejor que me pueda suceder. Mi amigo, triste como hincha de River, me apalabró para otro viaje. Esta vez a Islandia. Total con los géiseres nunca se sabe.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 3.7.11

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