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Las Vegas... Nevada

Desde que vi la película «¿Qué pasó ayer?» donde un grupo de amigos se reúne para celebrar la despedida de soltero de uno de ellos quise volver a Las Vegas. No para revivir la noche estrambótica de ellos - en lugar del novio extraviado aparece un tigre, un bebé y al más tranquilo, un odontólogo, le falta un diente - sino porque quería ver esa reconstruida ciudad en funcionamiento. También conocida como La ciudad del Pecado, se ha ganado con creces el slogan que seguro acompaña a más de un visitante: «Lo que pasa en Vegas, queda en Vegas».

Juegos, casinos, alcohol y prostitución legalizada 24 horas durante 365 días no forman parte de mi concepto de disfrutar, no tengo nada que ver con eso.

Sin embargo, Las Vegas es una ciudad que se da a ver. El ojo atento a la realidad aumentada es sobornado a cada minuto por algún otro nuevo fenómeno artificial. Eso es Las Vegas, un fenómeno artificial al que a cada paso le pedís más. Más es la palabra que mejor la define: más gente, más hoteles, más dinero, más comida. El límite cada vez más se corre de lugar.

Un pedazo de Europa  

Entro a uno de los mega hoteles, el Bellagio, que recrea una ciudad del norte de Italia de 3.939 habitaciones por el único lugar posible; el casino. Todos están estratégicamente ubicados en la planta baja como para que no olvides que Dios reina en los cielos, y en la planta baja, la posibilidad de que la Diosa Fortuna te sonría. Atravieso el casino y ya en un megahall, que es un shopping de los caros me pregunto: ¿Formas delicadas? No. ¿Materiales nobles? No. ¿Cómo se sale? Esto es una trampa. ¡Sí! Todavía no estoy para alquilar esos carritos manejados por frondosas mujeres y hombres Ídem.

Logro salir a la calle y luego de veinte minutos de seguir la corriente humana, de esquivar sombreros de cow-boy, gorras a lo Bob Marley, tacos aguja de 27 cms. invariablemente acompañados de una jarra de cerveza, desemboco en otro mega hotel. Esta vez en una réplica de París. «Biensûr ¡O-la-la!» Estoy en Monmartre donde quiero un pañuelo para secarme la frente. Los hay y muchos. La tienda donde los venden me ofrece uno a 700 dólares. Claro, es un Emilio Pucci legítimo. Me seco con la manga de la camisa. Después de todo, estoy en Las Vegas donde no hay que ser extremadamente fina. Nadie mira a nadie. Todos beben, todos caminan cuando no juegan.

No bebo, no juego, ni contrato sexo gerenciado. ¿Qué queda? Los famosos shows, donde claro, es preciso contar con la entrada cuyo precio es parecido al que se pagó aquí por ver a Roger Waters. Caros pero, los sé, buenos.

Le pregunto en inglés a una chica que quiere venderme remeras que cambian de color con la luz solar, dónde puedo encontrar tickets. En perfecto español me contesta: - Muy cerca, donde está la gran botella de Coca Cola, tú sigues derecho.

¡Gracias Chica! Muchas gracias por no decirme que la gran botella es un edificio altísimo y que sólo desde un helicóptero se puede distinguir las clásicas líneas del envase. Debo haber pasado siete veces delante de él sin percatarme de que eso era lo que buscaba. Gracias a ti conocí el Las Vegas Strip, donde están enclavados los hoteles nuevos y adelgacé 1kilo. Al día siguiente fui a otro sitio, hice la cola correspondiente y compré localidades para dos espectáculos.

Dinamita  

Como ninguna otra ciudad, Las Vegas me recordó a uno de los autores que conozco, ya que lo doy como material obligatorio donde enseño: Paul Virilio. Se trata de un intelectual urbanista francés del tipo apocalíptico, según la clasificación de Umberto Eco. Cuenta que lo que más le llamaba la atención cuando niño era la «desaparición del territorio urbano» durante los bombardeos en su ciudad, Nantes, durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que más llamó mi atención fueron, a propósito de un soberbio espectáculo que relataba en forma de music-hall la historia de Las Vegas, las implosiones de los hoteles ya no eran tan rentables, a fines de los '90, para dar lugar a estos mega resorts.

Se puede ver en YouTube cómo en una cuenta regresiva y fuegos artificiales - 10, 9, 8, - la historia de un Stardust Hotel se hacía polvo (dust) en 20 segundos con dinamita.

Me irrita esta forma de borrar de un dinamitazo la vida de familias enteras que trabajaron, rieron, lloraron, sufrieron - en una palabra vivieron - y fueron parte de un trozo de historia donde cantó Frank Sinatra, Lena Horne y Sammy Davies Jr.

Por suerte existe el arte, y estos shows lo son, que recrea de algún modo aquello que un día fue para que permanezca en alguien. En mí, por ejemplo.

A propósito, Sammy Davies Jr. en su época por ser negro debía entrar para su espectáculo con los integrantes del Rat Pack - Sinatra, Dean Martin y Peter Lawford - por la puerta de atrás. Fue el primer negro-afroamericano que entró a un casino de Las Vegas por la puerta de adelante, como los blancos.

Me gustó volver a esta nueva Las Vegas. Conocí la anterior.

Es «la economía, estúpida», me dirán algunos. Yo les voy a contestar: «Lo que pasó en Vegas, no quedó en Vegas. Quedó en la historia, más estúpidos que yo, recontra estúpidos». Vegas fue para mí un inquietante cross de mandíbula.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 15.4.12