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La vuelta al hogar o soñando con llegar

Hay lugares que tienen mala prensa en nuestro país. Miami es uno de ellos. No entiendo por qué si está lleno de argentinos comprando lo que sea.

Me encuentro en el aeropuerto de esta ciudad haciendo la larga cola para abordar el avión que me traerá de regreso al país. De pronto me acuerdo de «La Vuelta al Hogar» del premio Nobel Harold Pinter y pienso «esto no será tan fácil». Por una vez no me equivoco. Llega mi turno para el check-in. Le entrego a un señor hispanoparlante el pasaporte.

- No es a mí a quien debes entregarlo, chica. ¿Ves esa máquina? Pues ve allí.

- ¿Pero, si es una máquina?

- Ay chica, tú haces lo que te digo. Luego pasas por Seguridad.

Me digo: es la última prueba a la que me someto, después me tiro al piso y me pongo a juntar papelitos con la boca. La entrada y salida de EE.UU no implica trámites, son ejercicios como los del programa de Marley. Requieren habilidad y destrezas de motricidad fina, que dudo tener. Me someto.

Logro que «la máquina escanee el pasaporte», solita sin ayuda. Llego al segundo nivel que conlleva mayor dificultad, que es el de Seguridad o moderna vejación a la intimidad.

Luego de descalzarme, dejar todo en canastos plásticos - en mi caso ocho - me hacen pasar a una cápsula vidriada con las piernas abiertas y los brazos en alto. La misma posición que tengo cuando voy al ginecólogo, sólo que parada.

En ese momento dudo de mí. ¿Tal vez alguien me entregó una pistola o una bolsa llena de polvo blanco y en el fragor me olvidé y la guardé en mi bolsillo? Ya no estoy segura de nada en mi vida. Algo tuve que hacer mal para tener que pasar por esto. Sólo que no recuerdo cuál fue el delito.

Esta máquina de rayos X sabe más de vos que vos misma. A una adolescente le adelantó que la visitaría el período en las próximas horas y le recomendó que tuviera unas toallitas higiénicas en su cartera, una vez que se la devolvieran. En una oportunidad he visto cómo desapareció una lap-top y a una muchacha enloquecida corriendo por todas las salidas.

Imagino a las personas dedicadas a esta tarea en los aeropuertos al fin de sus días. Sueño con imágenes fragmentadas, caras bonitas en cuerpos con prótesis parecidos al cuento de J. G. Ballard - «Crash» - llevado al cine por David Cronenberg. Es la del tipo que se excita con accidentes de autos y una pierna ortopédica. Un asco.

Ya en la cápsula, con los jeans bajos pues me había quitado el cinturón con medias sin agujeros afortunadamente y el pelo suelto tipo bruja Cachavacha, una mujer policía me dice.

- Quítese el maquillaje, tal vez lleve escondido algo debajo de él.

- Pero si yo no me maquillo nunca - argumento.

- Entonces revisen qué hay debajo de las bolsas de los ojos - ordena.

Escucho que le dice a su compañera: - Esta mujer debería maquillarse, no puede andar así por la vida. Su interlocutora asiente con el clásico «Ajá», propio de los afroamericanos.

Estoy en la máquina. Obviamente suena una chicharra como no podía ser de otra manera. Paren las rotativas indica la mujer que se ha ensañado conmigo.

- ¿Qué trae bajo el pantalón?

- Ropa interior. Juro que contesté en el más «monjita muerta de mis estilos».

Llama a otra para que me palpe. Descubre el lugar donde llevo el dinero. Lo toca, llega al alfiler de gancho.

Me hace retirar la bolsita con los dos alfileres e indica: - What the hell is this? - Money. - Déjelo ahí, en la cinta transportadora - esa que pasa por una caja negra donde no se puede ver qué sucede. - Déjelo ahí repite, ante mi reticencia del tipo ¿es necesario? Le hago caso.

Me siento más desnuda aún que al principio. Muchísimo más. Entre mi acá - en la escaneadora - y el allá de la bolsita no existe mucha distancia y sin embargo la sensación de desamparo, «Hilflosigkeit» en alemán, que tan bien el maestro vienés describió, es inefable. Un mundo nos separa.

Recuerdo otra frase, esta vez la del marqués de Sade: «franceses, un paso más y la República será vuestra». Sin ser una libertina, en el país de la «libertad reglada» léase bien, no regalada, pienso: esto que me está sucediendo va a pasar y pronto estaré en el avión, que se ha transformado en algo así como la neutral Suiza en tiempos de la Segunda Guerra.

Es cuestión de tiempo. Y de trámites, trámites, trámites, parafraseando al joven Hamlet: palabras, palabras, palabras.

Siempre me pregunto: ¿por qué se sonríen cuando te dan la bienvenida las azafatas en el avión?

Tanto ellas como yo sabemos que ésa es otra cápsula que se sostiene en el aire y «todo lo sólido se desvanece en el aire» al decir de Carlos Marx en El Capital.

Llegué a Ezeiza a los saltos de avión, claro que con una taquicardia que aún me dura.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 22.4.12 

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