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Rusia y Argentina - Superponiendo postales

Cristina Kirchner y Vladimir PutinEl 25 de diciembre de 1991, fecha emblemática de la cristiandad, se disolvía la Unión Soviética. La utopía surgida el 25 de octubre de 1917, con la toma en San Petersburgo del emblemático Palacio de Invierno, devino a la muerte de Lenín, en enero de 1924, en la pesadilla stalinista.

El georgiano, junto con millones de cadáveres cargados sobre su espalda, transformó al eslabón más débil de Europa, la cárcel de naciones del zarismo, en la segunda potencia mundial. Como en todas las experiencias del socialismo real, se avanzó en materia de salud, educación y desarrollo económico a costa de restricciones importantes a las libertades individuales y los derechos humanos.  

El comunismo manifestó una notable incapacidad para trasladar los avances tecnológicos a la vida cotidiana. El país que podía poner un hombre en el espacio o desarrollar armas de alta sofisticación, fabricaba televisores en donde se advertía a sus usuarios en los hoteles que no convenía un uso ininterrumpido de más de tres horas porque podía estallar el tubo.

El desprecio por las mejoras en la vida diaria de la población quedó reflejada en una anécdota que contó el director teatral Raúl Serrano, que paso por el Partido Comunista y reivindica hoy su antigua adscripción ideológica, en el excelente programa de reportajes que conduce Eduardo Aliverti, los domingos por radio Nacional. Lo cuento de memoria y en forma aproximada sin violentar su esencia.

Raúl y un grupo de camaradas llegan a Moscú hacia fines de los sesenta. Los alojan en un hotel. Desempacan, acomodan la ropa y necesitan ir al baño. Buscan en la habitación pero comprueban que no hay. Salen al pasillo y tampoco lo encuentran. Perplejos preguntan dónde pueden ubicar uno. Le contestan que están cuatro pisos más abajo, en el subsuelo. Sorprendidos, interrogan sobre el motivo de una incomodidad tan evidente. Le informan que «aquí la gente está acostumbrada así». Luego ironizan con sus compañeros de viaje, que si algún día concretan la revolución en un país como Bolivia en donde se comía salteado se mantendría el hábito porque la gente estaba acostumbrada.

La Revolución de Octubre, según el historiador inglés Eric Hobsbawm, es el inicio del siglo XX: es esa que la llevó, con sus gigantescas taras y con su primitivismo de origen, a regodearse en su aislamiento mientras consolidaba y potenciaba la brutalidad heredada del régimen anterior; es la del «socialismo en un solo país» basada en la equivocada teoría stalinista; es la de los años del hambre, de la colectivización forzosa y la del pacto criminal con Hitler (fruto de haber decapitado la plana mayor del Ejército Rojo creado por León Trotsky y la necesidad de ganar tiempo para reconstituirlo); es la de la heroica defensa de Leningrado y Stalingrado y la de la contribución a la victoria al costo de veinte millones de soviéticos (lo que le permitió sentarse en Yalta a la mesa de los vencedores para la nueva  división del mundo); pero es también la de industrialización notable que la colocó segunda en el concierto de países de todo el mundo.

Es la de la muerte de Stalin en 1953, y la del XX° Congreso y el proceso de destalinización iniciado por Kruschev. Es la que varias décadas después llevaría adelante la Glasnost y la Perestroika de la mano de Gorbachov; es la aquella que, ante la caída del Muro de Berlín, cerraría el siglo XX según el historiador inglés citado. Boris Yeltsin culminaría la desintegración de la Unión Soviética, y se produciría un hecho hasta entonces increíble: el 6 de noviembre de 1991, después de un intento de golpe, el Partido Comunista terminó proscripto y su estructura organizativa disuelta.

Yeltsin y Menen

En abril de 1990, Menem decide con la designación de Domingo Cavallo, ejecutar su plan de terminar con los pilares del modelo peronista de sustitución de importaciones, aquel que implicaba una fuerte presencia del Estado, el control riguroso del mercado, la distribución progresiva del ingreso, la actuación de  poderosos sindicatos y un pacto social entre el capital y el trabajo. Para ello desguazó y remató el patrimonio social a favor de muchos de los que lo habían convertido en anémico, abrió indiscriminadamente la economía, arrasó con la industria, suprimió la moneda al atarla en un empate desastroso con el dólar, y decidió llevar hasta el paroxismo las relaciones carnales con EE.UU.

Contemporáneamente, en junio de 1991, Yeltsin fue elegido presidente en las primeras elecciones democráticas de Rusia con el 57% de los votos e inició el proceso de desguace del Estado a favor, en gran medida, de la antigua burocracia soviética y apertura del país a Occidente.

Yeltsin aceptó «las sugerencias» del FMI, del Banco Mundial, y adoptó en líneas generales las recetas del «Consenso de Washington». Liberó el comercio exterior y los precios, incrementó la deuda externa y aplicó los planes de estabilización para combatir la inflación. Amputó los subsidios a la industria y a la construcción. Se dispararon las tasas de interés y se aumentaron los impuestos, mientras se recortaban los gastos estatales y la asistencia social.

Como resultado previsible, se produjo una crisis crediticia, una hiperinflación galopante, cierre masivo de industrias, una depresión intensa y una fuerte caída del nivel de vida de la población. Durante la década del noventa, el PBI cayó un 50%, ramas íntegras de la producción fueron arrasadas, millones de rusos conocieron la desocupación y la pobreza; la desigualdad fue la arista distintiva de la época.

El Cavallo ruso se llamó Yegor Gaidar, un economista de apenas 35 años. En una biografía sobre Yeltsin puede leerse: «Algunos economistas sostienen que en la década de 1990 Rusia sufrió una recesión económica más grave que la que los Estados Unidos o Alemania habían sufrido seis décadas antes en la  gran depresión. Incluso algunos economistas occidentales, tales como Marshall Goldman junto a comentaristas rusos culparon ampliamente al programa económico de Yeltsin, respaldado por Occidente, del desastroso desempeño económico del país en la década de 1990...En febrero de 1992, el vicepresidente de Rusia, Alexander Rutskov denunció al programa de Yeltsin como un «genocidio económico».

Yeltsin fue elegido dos veces presidente, como Menem, pero su segundo mandato quedó trunco como consecuencia de la crisis y default de 1998.

Hay testimonios de la crisis que son un anticipo de Argentina de 2001. Un testimonio recogido en el libro citado cuenta: «En la época de Yeltsin, antes del default de 1998, viajábamos por trabajo al interior y veíamos a los jubilados sin pensiones, habitantes de aldeas que para sobrevivir cultivaban sus pequeñas parcelas de tierra y practicaban el trueque, en un retroceso increíble de la historia».

Renunció el 31 de diciembre de 1999 y el gobierno pasó a manos de su primer ministro y sucesor Vladimir Putin.

Para su segundo mandato fue apoyado por los oligarcas, el poder económico emergente, en un proceso similar al sostén que recibió Menem del establishment argentino, beneficiado por el desguace del Estado y la apertura de la economía.

Dejó una sociedad atravesada por las mafias, con nuevos ricos conocidos como «oligarcas» que se quedaron a precio de remate con las empresas estatales.

Los millonarios rusos tienen la grandiosidad económica de Pedro «El Grande». Uno de ellos, Román Abramovich, con numerosas propiedades en todo el mundo; con excentricidades como comprar la presunta residencia de Drácula en Rumania, u ordenar una compra de 2.000 dólares en sushi, trasladadas en limusina hasta el aeropuerto, para luego ser subidas en un avión particular que lo trasladaba a Bakú, en Azerbeiyán, para algunos de sus negocios, cuenta Hinde Pomeraniec en su libro «Rusos. Postales de la era Putín». «En 2006 llegó a ser el hombre más rico de su país, el número 11 en el orden mundial y también el primer particular en comprar para uso privado un Airbus A-380, el avión más grande del mundo con capacidad para más de 800 personas. Tiene además una pequeña flota de yates de lujo que cuentan con discotecas, acuarios, dos helipuertos y hasta dos submarinos».

Más adelante relata: «Germinados en la Perestroika de Gorbachov, los oligarcas rusos echaron raíces en las privatizaciones de los tiempos de Yeltsin, cuando compraron por centavos empresas por entonces devaluadas que se convirtieron más tarde en verdaderos colosos, en sintonía con el aumento de los precios de los conmmodities… el Big Bang de la economía de mercado en Rusia, fueron los miembros  de elite del Partido Comunista y sus allegados quienes se quedaron con las mejores tajadas del Estado, al punto que los dueños de las nuevas empresas  pasaron a ser, en su gran mayoría, quienes eran sus directores durante el apogeo de la Unión Soviética».

Isidoro Gilbert, autor del «Oro de Moscú» de un voluminoso libro sobre «La Fede. Alistándose para la revolución. La Federación juvenil comunista 1921-2005», durante 30 años corresponsal de la Agencia Tass en Buenos Aires, sostiene: «La de los oligarcas fue una clase creada en menos de 10 años, algo que sólo pudo ser posible por el tremendo mercado de capitales negros acumulados durante el comunismo. Digamos que desde los años setenta había una economía paralela que sólo podía existir con el visto bueno del Partido y los aparatos de seguridad. Te doy un ejemplo. No había casa sin televisor, pero en los negocios no los conseguías. Sin embargo estaban. Los oligarcas fueron los emergentes, las cabezas visibles de grupos mucho más grandes; grupos mafiosos».

Putin y Kirchner

Vladimir Putin es abogado como lo fue Néstor Kirchner, dirigió los servicios de inteligencia bajo el nombre de Servicio Federal de Seguridad (la ex KGB) y participó, secundando a Yeltsin en el desguace del Estado ruso. En eso también hay alguna semejanza con Kirchner que apoyó a Menem en los primeros años de la convertibilidad y el remate de las empresas estatales. Incluso, como gobernador de Santa Cruz y procediendo con el pragmatismo de los intereses provinciales, encabezó el lobby de privatización de la principal empresa estatal que era YPF. Oscar Parrilli, secretario general de la presidencia desde el 2003, por entonces diputado por Neuquén, fue  el miembro informante en el Parlamento para que la YPF estatal se privatizara.

Putin accede a la presidencia en 1999, después de la peor crisis rusa contemporánea. Kirchner lo hace en el 2003, después de la crisis económica y política más profunda que padeció Argentina.

Putin al asumir la presidencia entendió que había que dar un golpe de timón. Restablecer el poder del Estado, acotar el accionar del mercado, fomentar el desarrollo capitalista dejando que los oligarcas ganen pero haciendo sentir que había un poder político que fijaría las reglas de juego.

Para demostrar que la cosa iba en serio, mandó preso, donde aún continúa, a Mijail Jodorkovsky, el empresario ruso más poderoso. Fue imputado de fraude y evasión de impuestos por una cifra millonaria.

Néstor Kirchner comprendió que el 19 y 20 de diciembre era una divisoria de aguas. Llegado al gobierno con un escuálido 22%, porcentaje menor que el número de desocupados, abrió la Casa Rosada a las organizaciones sociales, a las agrupaciones de derechos humanos, a los sindicatos, a los excluidos, mientras los empresarios intentaban vanamente conseguir una entrevista. Reconstruía el poder estatal, restablecía la autoridad presidencial y acotaba el accionar discrecional del mercado.

Los empresarios fueron recibidos mucho después y tuvieron un ámbito propicio para seguir teniendo importantes ganancias, pero ya no se les desplegó la alfombra roja para recibirlos ni pudieron convertir al mercado en un coto de caza.

Favoreció a grupos económicos, lo que fue catalogado como «capitalismo de amigos», desconociendo que todo gobierno que hace políticas favorables a la burguesía nacional sin ser la burguesía, realiza un capitalismo de esas características, reflexión tan poco original como descubrir en el siglo XXI la existencia de la plusvalía. Putin fue criticado con términos muy similares.

Mientras el presidente ruso trataba de de restablecer el honor nacional y declaraba: «Para decirlo con todas las letras: es demasiado pronto para enterrar  a Rusia como una gran potencia», Kirchner le decía no al ALCA, renegociaba la deuda con una quita impensable y pagaba la deuda con el FMI, con lo que eludía su supervisión y terminaba con sus descabelladas imposiciones.

La relación de Putin con la prensa dominante es traumática. En una ocasión en que le preguntaron por su fortuna personal respondió con dureza: «Se ve que ustedes se sacaron todo de la nariz y lo untaron en sus periódicos». Fue creando una estructura de prensa adicta para equilibrar los tantos.

No se anda con chiquitas. Uno de los oligarcas, Boris Berezovsky, muy allegado a Yeltsin, dueño de medios, entre ellos el canal ORT, apoyó a Putin para que llegue a la presidencia. Pero luego fue adoptando una actitud crecientemente crítica y terminaron la relación amistosa cuando se produjo el hundimiento del submarino nuclear Kursk. Hoy Berezovsky reside permanentemente en Londres, a diferencia de muchos oligarcas que lo hacen transitoriamente al punto que irónicamente se dice que la capital inglesa es la Moscú del Támesis. En este tema hay una lejana similitud con el inicial romance de Kirchner con Clarín y luego el duro enfrentamiento.

Incluso ciertas respuestas individuales ante tragedias, tienen cierto denominador común. Putin fue muy criticado porque ante el hundimiento del submarino nuclear en el Mar de Barents, no interrumpió el descanso en su casa de vacaciones, mientras los familiares y la población exteriorizaban su angustia y desesperación.

Cuando volvió, un periodista le preguntó: «¿Qué pasó con el Kursk?». «Se hundió», fue la respuesta del presidente.

Néstor Kirchner, ante la conmoción del asesinato de Axel Blumberg, y Cristina Fernández, ante la tragedia del accidente de Once que costó la vida de 51 personas, se sumieron en la perplejidad y tardaron en volver al escenario público.

Si los Kirchner inspiraron el nacimiento de la Cámpora, Putin tiene su propia juventud que se llama Nashi. Son nacionalistas, contrarios a todo tipo de discriminación, antifascistas, moralistas, y muy críticos de los opositores del gobierno.

El kirchnerismo cumplirá 12 años en el gobierno en 2015 y hay una nebulosa sobre la posibilidad de reformar la Constitución e ir por un cuarto mandato, Putin encontró un artilugio para burlar la posibilidad de la reelección indefinida. La Constitución rusa sólo permite dos mandatos continuos. Fue electo en 2000 y gobernó hasta 2008. Lo sucedió Dimitri Medvedev su colaborador directo y jefe de ministros, presidente de Gazpron, la mayor empresa estatal. Cumplido los cuatro años de éste, Putin fue elegido con el 63% de los votos y designó a Medvedev como primer ministro, en un enroque que es posible que se repita. Siempre el verdadero poder politico lo tiene Putin.

Son algunas de las similitudes principales. Las diferencias son notorias. En Rusia hay asesinatos sospechosos como el de la periodista Anna Politkovskaya, represiones feroces como la del teatro Dubrovka, tomado por la guerrilla chechena, con alrededor de cien muertos y más de quinientos hospitalizados. El mismo procedimiento sin respeto hacia las víctimas y ante los mismos ejecutores se realizó en la recuperación de la escuela Beslán con más de 250 muertos.

La oposición tiene limitaciones para manifestarse en las calles y en los medios. No existe una política de derechos humanos como en Argentina y la posición de Putin sobre el período stalinista es dual: homenajea a las víctimas y elogia al victimario.

Superponiendo postales

Debe quedar claro que son procesos diferentes con algunos denominadores comunes.

Se han enumerado medidas que parecen postales superpuestas. Está claro que ellas surgen como consecuencia del derrumbe del modelo comunista y las taras de la implantación de un brutal modelo capitalista al que Putin estableció severos límites para que sea viable.

El kirchnerismo es el emergente de la crisis más profunda de Argentina por la implosión del modelo de rentabilidad financiera. Ambos gobiernos han tenido condiciones internacionales favorables, luego de cada uno padecer un default, basado en los precios crecientes de los commodities: Rusia es dependiente del petróleo y del gas y Argentina de la soja. Pero el aprovechamiento de la coyuntura internacional fue posible en ambos países por políticas internas adecuadas que es mérito de ambos gobiernos.

La reconstrucción del Estado, el predominio de la política sobre la economía, la regulación del mercado, la recuperación del orgullo nacional, las limitaciones a las presiones externas, son rasgos positivos de lo ocurrido en ambos países y son estas comparaciones  juzgadas desfavorablemente desde el establishment y sus voceros como Joaquín Morales Solá.

Mientras en Argentina se mezclan en proporciones variables rupturas y continuidades con la década del noventa, en Rusia tienen dos referencias: la del ya lejano comunismo, añorado por los viejos y repudiado por los jóvenes, y el capitalismo salvaje al que Putin puso en caja. Con relación al primero hay una frase definitoria de Putin: «Quien no lamenta la desaparición de la Unión Soviética no tiene corazón; y quien quiere recrearla como era, no tiene cabeza».

Teniendo en cuenta que en Argentina, una parte significativa de la oposición no olvida a los noventa se podría parafrasear la cita, modificándola así: «Quien lamenta la ruptura con los noventa no tiene memoria y quien quiere recrearla no tiene cabeza».