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Siete años de ausencia

Jorge Julio López - 7 añosLa democracia tiene muchas heridas, documentos sin levantar, hipotecas vencidas.

Una de las más dolorosas es la de un desaparecido en democracia.

Un desaparecido por la dictadura establishment-militar que después de crueles torturas pasó a la categoría de sobreviviente.

Un albañil cuyo testimonio fue el soporte principal que llevó a la cárcel de por vida al vesánico subcomisario Miguel Echecolatz.

Un testigo valiente. Un hombre que se jugó para que haya justicia para aquellos que no sobrevivieron y con los que convivió en las mazmorras de la dictadura.

Jorge Julio López. Siete años de ausencia.

Un gobierno que hace de los derechos humanos una legítima bandera, que realizó avances notables en la materia, no ha echado el resto para saber qué pasó con López.

Es inadmisible que se haya evaporado. Que no esté, como en los años de noche y niebla, ni vivo ni muerto. Teniendo el poder del Estado, aún con sus grandes limitaciones, para encontrar una explicación que lleve a sus autores.

Jorge Julio López.

Siete años de  ausencia inadmisible.  

Treinta años entre dos secuestros

Cuentan Luciana Rosende y Werner Pertot en su libro «Los días sin López»: «Ya había pasado la medianoche del 27 de octubre de 1976 cuando irrumpieron. Gustavo y Rubén vieron a su padre levantar las manos. Los intrusos se le fueron encima y le ataron los brazos con alambre. Ya llorando, los pibes, de 7 a 11 años, observaron como maltrataban a su madre, mientras le decían: «¡Los documentos! ¡Busque los documentos, señora! Rubén observó la cara de dos o tres de los hombres que destrozaban todo a su paso. A ella la hicieron entrar al cuarto de los chicos y un policía le ladró a los tres: «¡Miren a la pared, carajo! ¡Den vuelta la cara!» No pudieron ver cuando el comisario Miguel Osvaldo Echecolatz ingresó satisfecho a constatar la tarea de sus sicarios.

Si fueron unos minutos o unas horas hasta que se marcharon, el pánico lo impidió saberlo. Tardaron un rato largo en salir de la pieza en la que los habían encerrado. Al trasponer la puerta, estaba la casa dada vuelta, los objetos rotos con saña, los platos sucios que habían usado para comerse todo lo que había en la heladera, la leche tirada en el piso. Y, en todas partes, la ausencia de Tito López».

Ahora es Miguel Graziano quien en su libro «En el cielo nos vemos» escribió: «Le sacaron el pullover que llevaba puesto y se lo pusieron sobre la cabeza. Era un pullover amarillo, que le había tejido Irene… Cuando abrió los ojos, López se dio cuenta que veía todo a través de los puntos del tejido. Reconoció a un vecino (Hugo Guallama) al volante del auto estacionado en diagonal a su casa y a Echecolatz sentado a su lado. Vio como lo llevaban a 70 entre 132 y 133, donde pararon para entrar en una casa de chapa. Vio que bajaban a buscar a alguien y se dio cuenta de que sólo encontraron a unos chicos que lloraban y gritaban… A través del tejido del pullover, López pudo ver que los llevaban por caminos cortados; vio los hornos de ladrillos que la Constructora Guanzetti tenía en Arana, la estación de servicio que estaba en la curva, hasta que abrieron una tranquera, y transitaron por un camino empedrado. Era la Estancia La Armonía. El Pozo de Arana. Más de 10 años antes, Lopez había trabajado en ese lugar, pero no tenía idea de lo que le esperaba. El casco de las paredes descascaradas de color rosa era la antesala del infierno». 
   
Treinta años más tarde el relato es el siguiente: «Gustavo abrió los ojos. No había un sonido en la casa. Eran cerca de la siete y veinte de la mañana, tal vez las siete y media. La puerta del baño estaba cerrada. Gustavo se percató y pensó que su padre estaba adentro. Su madre todavía dormía. Siguió hasta la cocina y se preparó el desayuno. Tenía muchas ganas de ir al baño. Como el baño seguía cerrado, se fué al fondo de la casa, cuya puerta estaba con llave. Abrió y salió. Cuando volvió, comenzó a extrañarle la tardanza de su padre: habían pasado cerca de veinte minutos. Su madre salió de su habitación, recién levantada. La cama matrimonial estaba deshecha. «¿Papi está en el baño?”» le preguntó Gustavo. Por toda respuesta, Irene pegó un grito para llamarlo. Nadie contestó. Abrieron la puerta: no había ninguna persona en el baño. Eran cerca de las 8 de la mañana del lunes 18 de septiembre de 2006. Gustavo volvió a ir al fondo, donde su hermano Rubén tenía su taller de carpintero. Su padre tampoco estaba allí. «Seguro estaba ansioso por lo del juicio y salió a caminar un rato por el barrio y fumarse un cigarrillo», se tranquilizó. Tito solía salir a dar un paseo por las mañanas, aunque nunca tan temprano. Desde que se había jubilado como albañil, se levantaba después de Irene, que salía a soltar las perritas. Gustavo pensó que volvería para la hora en la que su primo Hugo iba pasar a recogerlos a ambos para ir al centro de La Plata, a la audiencia de alegatos del juicio a Echecolatz»

Desde ese día no se tiene noticias de Jorge Julio López.

Todos los caminos conducen a nada

Ese es el título del prólogo que la periodista Adriana Meyer escribió para el libro de Miguel Graziano. Ahí puede leerse un damero de críticas: «López duele. Desde el primer día de su desaparición hasta hoy, duele. En el alma, en la conciencia, su recuerdo sigue estrujando las entrañas, con mayor intensidad para algunos, algo menos para otros. También habrá quién sólo tenga dudas o sienta una leve molestia al escuchar su nombre: Jorge Julio López, desaparecido en democracia. Pocos saben que técnicamente la ausencia de López en los alegatos podría haber impedido la continuidad del juicio porque los sobrevivientes alegaban por sí mismos, no habían apoderado a sus abogados».

La periodista no duda, incluso, en rozar en sus críticas a los familiares cuando escribe: «Quienes desde el poder se animaron a decir que López podía estar perdido lo hicieron al amparo de la propia incredulidad inicial de la familia. Mientras sus compañeros sobrevivientes no dudaron en afirmar que «lo chuparon», su hijo decía que podía estar perdido.

El relato de Graziano permite entender el lugar de donde hablaron: la negación de la propia condición de ex preso político de López. Cuando sus compañeros lo llamaban a su casa tenían que decir que era por algún trabajo de albañilería. En esa dimensión de su vida Tito, como le decían en la intimidad de su hogar, los tenía en contra. No quisieron saber sobre los padecimientos de su cautiverio durante la dictadura, tampoco acompañaron su decisión de declarar. Para ellos, su activismo político fue el origen y el drama que los envolvió.

Más adelante Meyer recuerda la aseveración de León Arslanian: «Nosotros tenemos sólo el 20% del control de la Bonaerense», por lo cual deduce: «Si López hubiera sido prioridad del Estado no hubieran tardado dos años para apartar a la Bonaerense y calificar el caso como desaparición forzada de persona. O hubiera habido una respuesta política más enérgica luego de que la investigación pusiera al descubierto el escándalo de las irregularidades en el pabellón de lesa humanidad: una serie de privilegios de los que gozaban los represores detenidos en la cárcel de Marcos Paz, como acceso a la telefonía celular, líneas no declaradas, visitas con registros irregulares y connivencia explícita del Servicio Penitenciario Federal que obligó a hacer un segundo allanamiento. Algunas contradicciones expuestas hablan por sí solas, como cuando Arslanian dijo que López  se «ausentaba» (el mismo término utilizado por los que difundieron versiones delirantes y malintencionadas, y por los que denunciaron a sus compañeros por no haberlo cuidado). Esto fue negado por sus hijos y esposa en una de sus carta públicas… La imprevisión respecto de la protección integral de testigos quedó brutalmente en evidencia con la segunda desaparición de López y la sucesiva ola de amenazas e incidentes similares».

Siete años de ausencia

Sandra Russo, con el título de «La llave de López», escribió en Página 12 el 25.11.06: «El caso López no es sólo el que deriva del expediente judicial que investiga esa desaparición. El caso López será, dentro de un tiempo, el recuerdo de la primera desaparición de la democracia, y el ejemplo de cómo a veces una sociedad vuelve a negar, a no ver, a no saber».

La desaparición de López en palabras de Nilda Eloy, sobreviviente y compañera en el juicio, no son dos sino cuatro veces. Y lo precisa dramáticamente: la primera en dictadura, la segunda en democracia, la tercera en los medios y la cuarta del expediente judicial, cuando éste quedó un tiempo a la deriva entre juzgados.

A siete años de la desaparición de López, hay distintas hipótesis, siendo posiblemente la más consistente aquella que supone que el testigo habría sido abordado por alguien a quien conocía quien le habría exigido desmentir su testimonio contra Echecolatz y ante su negativa lo asesinaron. Es posible que se tratara de una banda integrada por policías y militares donde podrían haber confluido retirados y en actividad.

Miguel Graziano concluye su libro con ésta semblanza: «A los 77 años, con todo lo que había pasado, con todas las condiciones adversas que sufrió, López era un tipo tierno y cálido, como un chico grande, divertido. El secuestro, la cárcel y la tortura, no lo hicieron envejecer de una manera triste, tenía ganas de seguir, de impulsar, de juzgar a los genocidas… Sobrevivir fue su primer acto de resistencia. Cuando salió en libertad, sufrió el silencio. Temió que lo ocurrido fuera olvidado y escribió su historia, casi sin tachaduras, en el revés de las bolsas de cal y de cemento, los almanaques o las boletas municipales. Cualquier papel con un espacio en blanco le servía para dejar una huella que otros pudieran seguir. Declaró con valentía en el Juicio por la Verdad y fue querellante en el juicio a Echecolatz. Participó de los reconocimientos legales de los centros clandestinos en los que estuvieron detenidos y esperaba que se hiciera justicia. Tenía una gran expectativa. Ya no hablaba a borbotones, como cuando nadie lo escuchaba, estaba más calmo, liberado. Lo que guardó durante tantos años en su memoria tomó sentido con su última declaración. Sabía que corría algún peligro».

«Me van a matar, pero yo soy peronista y a estos hijos de puta me los llevo conmigo», dijo después de declarar, mientras se abrazaba con sus compañeros, sus hijos y su sobrino… En la última aventura de su vida, entre la noche del domingo 17 y la madrugada del lunes del 18 de septiembre, le abrió la puerta a la muerte. Salió de su casa con borceguíes y con un cuchillito de hacer los menesteres. Se lo llevaron. Hoy falta y nada más, pero se puede recuperar su herencia y exigir justicia».