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El humor del poder

Cristina FernándezLos sábados en «La Nación» y los domingos en «Clarín», Carlos María Reymundo Roberts y Alejandro Borensztein, respectivamente, arrancan sonrisas de un lector predispuesto a celebrar el humor del poder y su animadversión elevada al grado de odio al kirchnerismo.

Son dos expresiones parecidas pero diferentes. Roberts practica un humor cajetilla, desde la mirada de las clases altas. Lo hace como si fuera el chistoso de un medio republicano impoluto, omitiendo que su fundador exterminó a dos tercios de la población paraguaya, aniquiló a los caudillos norteños y cuyos coroneles fueron tan sanguinarios como los criminales de la ESMA.

El órgano mitrista denostó desde el Chacho a Felipe Varela; y a los terroristas de estado, primero los alentó y luego los protegió a cambio de integrar Papel Prensa en sociedad con el Estado y otros dos diarios, logrando así el monopolio de la provisión del papel para diario y practicar de ese modo «el libre comercio» que históricamente pregona.

Un medio opuesto a todos los gobiernos populares y promotor de todos los golpes de Estado. Desde allí, Roberts editorializa hurgando en toda la farmacopea ideológica de la Tribuna de Doctrina, una ironía previsible que abreva en la infinidad de estereotipos de su clase social que es recogido con entusiasmo por franjas de clase media, cuyos pensamientos antidiluvianos pueden encontrarse en las cartas de lectores.

Ferviente católico del Opus Dei, el hombre lleva al mitrismo en sus venas. Su método es posar figuradamente de kirchnerista, para desde allí descargar sus andanadas. Escribe: «Odio al Fondo Monetario. Lo detesto. Nos hizo poner de rodillas, nos humilló. Qué claro lo tenía Néstor: a esos tipos hay que pagarles y mantenerlos lejos. Pero nos quedamos sin un mango, tuvimos que volver a ellos y ahora, sometidos, ultrajados, rebajados a la categoría  de 'argentinos, mañana traigan escrito 100 veces no debo portarme mal', acaban de obligarnos pronunciar esa palabreja fatal: inflación… ¡Qué tiempos aquellos! Argentina post FMI era una fiesta. Fuimos el ejemplo del modelo. Nos aclamaban Evo, Correa, Chávez… Liberados de ese yugo, empezamos a vivir con lo nuestro. Nos fumamos los fondos de los jubilados y 25.000 millones de las reservas. ...Con el Fondo dentro de tu casa, no podés dibujar el presupuesto ni truchar estadísticas. Un horror…»

Roberts hubiera hecho humor con el fusilamiento de Dorrego, con la cabeza del Chacho colgada en una pica; hubiera apoyado a las flotas francesa e inglesa que bloqueaban los ríos, como ahora le rinde pleitesía al Fondo, porque hubiera odiado a Rosas como ahora lo hace con Cristina Fernández. Toda defensa de lo nacional le produce una urticaria generalizada. Tanto hubiera denostado a San Martín por haber legado su sable a un tirano, como podría haber competido con Américo Ghioldi, después de la Revolución Fusiladora por la propiedad de la humorada: «Se acabó la leche de la clemencia». ¡Cuanto humor hubiera podido derramarnos con el bombardeo a Plaza de Mayo, los fusilamientos en los basurales de José León Suárez, y más acá con la tendencia de los desaparecidos a jugar a las escondidas!

Alejandro Borensztein practica un humor de estudiantina secundaria muy parecido al de Jorge Lanata, amparado en el apellido de su padre. Pero lo que Tato no dio, «Clarín» no presta. El talento no suele transmitirse en los genes. Fascismo y nazismo atraviesan desaprensivamente su humor oxidado, lo que resulta chocante en un argentino de origen judío. Para no seguir incurriendo en una banalización del Holocausto le convendría darse una vuelta por Auschwitz o Las Fosas Ardeatinas. Después, si todavía le resta un gramo de equilibrio, dejará de caer en las desmesuras de Elisa Carrió, aquella que llegó a decir que «el kirchnerismo es el nazismo sin campos de concentración». Una «humorada» de la que puede apropiarse para eso que escribe bajo el pretencioso título de «humor político».

El hijo de Tato es el prototipo de aquel «que se considera que la tiene más larga,  de los que creen que «están de vuelta de todo», cuando apenas comenzaron el viaje de ida. Escribe desde una presuntuosidad moral, precisamente en el medio cuya turbia historia parece ocultar o ignorar.

Ya que es tan afecto a generalizar con el uso del fascismo, podría usarlo correctamente recordando que el fundador de «Clarín» fue funcionario del gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco, emblema de la década infame y del fraude patriótico, que se asumía como fascista. O sobre los virajes políticos de aquél que fundó un diario para ser presidente y terminó poniéndolo como plataforma para que lo sea el desarrollismo. O sobre las adopciones fraudulentas de Ernestina Herrera. O el despiadado conflicto de Ernestina con la hija de Noble, Lupita.   

Pero si no le alcanza, Papel Prensa puede dar para una ironía feroz. O tomar aquella nota de «Clarín» donde describían a los prisioneros de un campo de concentración como los beneficiados pasajeros en tren de readaptación alojados en un SPA.

Ni qué hablar de las exhibiciones de poder de Héctor Magnetto con diferentes presidentes.

Es «muy gracioso» ver cómo se apoderaron a través del fútbol de más dos centenares de canales.

O cuando se transmitía por un canal un partido de fútbol enfocando exclusivamente a las tribunas y el relator hacía uso de un refinado humor diciendo «Yo puedo ver lo que vos no ves».

Carlos María Reymundo Robert y Alejandro Borensztein, dos muchachones notablemente «valientes», que sobre las sólidas plataformas del poder enfrentan a una dictadura, mientras desgranan sus prejuicios que algunos o muchos celebran como humor.