En hebreo existe una palabra para la última lluvia de la temporada: «Malkosh». Con un sonido grave, como el de un adiós en la estación de tren que lleva a alguien lejos por un tiempo, la palabra describe el momento en que la tierra y el cielo se despiden con un enorme aguacero.
Camino a toda prisa de una estación de autobús a otra para llegar al trabajo lo menos mojada posible. Sosteniendo mi bolso y las solapas del saco para que no se abran con el aire, cruzo de un lado a otro la calle de Salahdín esquivando los autos de la policía y la multitud de estudiantes.
Frente al juzgado me paro junto a una decena de personas que esperan impacientes la llegada del autobús y aprovecho para sacar la cartera del fondo de mi bolso y empezar a contar el monto necesario.
El autobús se aproxima y todos nos acercamos al borde de la acera cuando de un empujón una viejita hace que tire todas mis monedas al suelo. La mujer me adelanta, voltea, me ve levantando el dinero, se sube al autobús y éste se va sin mí.
De cuclillas, levantando las últimas monedas del piso veo un empaque de pastillas cerca de mi pié. Está vacío, pero la lámina de aluminio mantiene el diseño de las pastillas anticonceptivas con sus flechas y la cuenta de días.
La primera vez que ví un empaque de anticonceptivos tirados en el piso fue cerca de casa. Siendo que vivo cerca de un hospital no le dí importancia, pero encontrar esos empaques vacíos en la banqueta se ha vuelto tan común como encontrar centavos en lugares de paso. Incluso, un día en que caminando por Sheik Jarah dí el paso justamente sobre la impresión de un ultrasonido. Uno sólo puede suponer las razones por las que esas cosas terminan en la calle.
«Ojalear»
Desde que tengo memoria, mi madre ha coleccionado revistas de diseño de interiores.
Recuerdo a mamá haceciendo croquis en servilletas y poniéndolas después como separadores en las revistas para regresar a las páginas cuando construyera su casa, así como la había imaginado.
Mi abuela lo llamaba «ojalear» cuando íbamos a las plazas nada más a ver, porque no alcanzaba para comprar.
Ahora creo que ojalear era precísamente lo que mi mamá hacía con las revistas de diseño.
Hay días en que me pregunto si podemos ojalear sobre este país; imaginar que podemos colocar en él lo que deseamos, lo que hemos visto y leído en una revista, lo que nos han contado que deberíamos ponerle y lo que pensamos imprescindible.
Retratar la lluvia
La cocina se llena de luz intensa. La última lluvia de la temporada ha pasado y en su lugar ha quedado el anuncio de que el verano se aproxima.
Sobre la mesa, Zví y yo comemos garbanzos tiernos en su vaina.
La radio toca una hora de música ladina y nosotros vamos haciendo montañas de cáscaras mientras le cuento sobre aquella viejita que me empujó en la parada del autobús.
Mayo trae consigo los caprichos propios del cambio de estación, los festejos nacionales, las conmemoraciones y el arranque de un periodo de redefinición.
Las negociaciones de paz terminaron y tanto dialogantes como mediadores se han quedado con la sensación de que es prioritario atrincherar con lo poco o mucho que cada quien tiene hasta nuevo aviso.
Como las sonrisas en los retratos, la lluvia es pasajera.
Nos queda todo un verano para ojalear sobre la vida, el futuro y las posibilidades.