Detrás de la nueva pesadilla en Oriente Medio se alza un tabú colosal que marca las políticas y el discurso del liderazgo israelí y también del palestino. Es un escollo que si no es asumido y resuelto, no hará más que repetir una y otra vez esta tragedia.
Ese fenómeno disolvente, que es la ocupación concreta y constatable de los territorios palestinos, está en la base del extremismo que ondea en ambas veredas. La profundización incesante de esa grieta sólo deja lugar a la versión excluyente de los fundamentalistas de cada lado.
La dimensión añadida a este desastre es que si continúa potenciándose puede incendiar el mundo árabe. Esta amenaza surge en momentos muy delicados cuando se ha internacionalizado la guerra en Siria y se agrava la batalla por el control futuro de la región.
El crecimiento de un sentimiento anti-israelí enardecido provocaría la retracción de la dirigencia también en países no árabes como Irán, devenido en socio de Washington por el acuerdo con el Grupo 5+1 en Viena. Hay toda una estantería estratégica en peligro debido a estos choques cuya caracterización real esta mediada por aquel tabú.
Netanyahu está envuelto en un torneo de intransigencias con sus aliados del Gabinete cuya estabilidad depende de apenas una sola banca en el Parlamento. Gran parte de los partidos de esa estructura son negacionistas tanto de la ocupación como del derecho nacional de los palestinos a su Estado. En el refugio de esas posiciones irreductibles se guarecieron los grupos ultranacionalestas religiosos que creen, como la vicecanciller Tzipi Hotovely, que toda la tierra «desde el Mediterráneo hasta el río Jordán es nuestra ya que nos la dio Dios». Por lo tanto, no puede haber ocupación de la propia patria.
El periodista y columnista de «Haaretz», Chemi Shalev, sostiene que la ocupación «es un elefante que no puede ser ignorado» y critica a Bibi porque en uno de sus últimos discursos al Parlamento sobre la actual ola de terror y violencia «utilizó el concepto 'incitación' por lo menos 14 veces. La palabra 'ocupación' no apareció ni una sola vez». Con dureza Shalev describe: «el ambiente que reina en Israel se sintetiza en una frase: no mencionar la ocupación. Si uno se atreve a mencionarla se lo considera un traidor que está justificando al terrorismo».
El actual conflicto tiene uno de sus orígenes en la batalla de los ultranacionalistas mesiánicos por establecer un control del Monte del Templo en la Ciudad Vieja de Jerusalén, donde se encuentra también la Mezquita de Al Aqsa. La zona, protegida por la Unesco, esta preservada por el acuerdo de 1994 con Jordania que garantiza el derecho de los musulmanes a orar allí. A fines de agosto la policía israelí puso una pequeña limitación de horarios para el ingreso de árabes a fin de permitir la entrada judíos y turistas sin incidentes. Eso generó la noción equivocada de que se cambiaría el status quo del lugar.
Desde entonces se multiplicaron los choques con exaltados de un lado y del otro. La tensión se elevó hace poco por el asesinato de un matrimonio judío ante sus cuatro hijos en Cisjordania perpetuado por terroristas palestinos y luego con atentados que dejaron casi medio centenar de muertos desde fines del mes pasado.
La escalada incluye el bloqueo israelí de barrios árabes en Jerusalén, cierta liberalización para el uso de armas entre civiles judíos y medidas más duras contra quienes arrojen piedras. Aún así, los ultranacionalistas protestan frente a la residencia de Bibi para denunciar su «debilidad».
Ese escenario es la madera seca que aprovechan los fanáticos palestinos con discursos aún peores para preservar sus lugares políticos y de poder.
Hamás, que controla Gaza, articula con la narrativa israelí para desintegrar al Gobierno de Abu Mazen. Así, cuanto mayor la pesadilla, mayor es la energía de esa organización terrorista que pretende dominar todo el espacio palestino. En ese vértice se amontonan los clérigos integristas que revolean cuchillos y lanzan a los adolescentes contra los israelíes. También los múltiples grupos que disparan misiles contra Israel buscando la reacción hebrea y a los «mártires» que definan a su favor la interna no sólo contra Ramallah sino entre ellos.
La fórmula de dos Estados agoniza. Una dificultad creciente es el aluvión de colonos judíos que se esparce en lo que queda de Cisjordania. Otra es la fuerte negativa de los extremistas de ambos bandos a una solución de convivencia. Frustrado, Abu Mazen pateó en la ONU el tablero de los Acuerdos de Oslo que otorgaron competencias a los palestinos. Fue su manera de demandar que Israel se haga cargo total de la gente que habita en esas tierras como establecen las leyes de guerra para el país vencedor.
Oslo se produjo al final de la Intifada de las piedras que se inició en 1987 y se saldo con 2.000 muertos. Esa, fue la primera insurrección palestina de su tipo. La siguiente se produjo en el 2000 y se extendió 5 años. Ya no fueron sólo piedras, sino que se agregaron asesinatos y atentados suicidas contra autobuses, restaurantes y centros comerciales, una estrategia sanguinaria que desintegró la solidaridad de la izquierda israelí con las demandas palestinas. Ganaron nuevamente los ultras.
La Intifada del 2000 dejó 6.000 muertos y fue uno de los escalones que llevó al poder a Ariel Sharón. Este militar astuto e implacable generó la mayor división de los palestinos con su desconexión unilateral de Gaza que Hamás celebró como una victoria sobre Abu Mazen.
La novedad actual es la juventud palestina anti-sistema, que detesta por igual a sus políticos como a los israelíes, y enarbola el llamado a una tercera Intifada como respuesta a un mundo que no la entiende y la asfixia.
Si la realidad no cambia, ambas partes caminan hacia otro callejón con los mismos resultados que amontona la historia. Quizás peores.