Estuve en la plaza cuando lo mataron a Rabin. Dos años antes me había emocionado hasta las lágrimas con los Acuerdos de Oslo, el uno y el dos. No creo, como muchos, que haya sido un error. En aquel momento se trataba de lo mejor que era dable hacer en pos de la paz. El problema fueron los incumplimientos que vinieron después. También, como lo explicara el ex canciller Shlomo Ben Ami, hubo un problema de percepción: para los palestinos, Oslo no puso fin de inmediato a la ocupación; para los israelíes, Oslo no puso fin de inmediato al terrorismo palestino.
Pero por entonces, el 4 de noviembre de 1995 fui a la Plaza Reyes de Israel y canté junto con Rabin, Peres y las decenas de miles de manifestantes Shir LaShalom, la Canción por la Paz, porque entendíamos que se debía contrarrestar la agitación del sector derecho del mapa político en contra de los acuerdos. Para la derecha, la continuación del terrorismo probaba que Oslo era un error. Para la izquierda, para el gobierno, no se debía permitir que los extremistas marcaran a palestinos e israelíes políticas de Estado, y se debía seguir adelante. No necesariamente tiene razón una tesitura sobre la otra, porque nunca sabremos si la de Rabin, que hablaba de «las víctimas de la paz», hubiera prosperado, de continuar. Cuando se hace historia, el «si» condicional está prohibido. El asesinato de Rabin y el triunfo de Netanyahu en las elecciones medio año después, probaron una sola cosa: no que la derecha tenía razón, sino que fue mejor a la hora de convencer, pues la sociedad israelí no pudo digerir la ola de atentados suicidas que sobrevino al magnicidio en la primera mitad de 1996.
Sigo apoyando la solución de dos Estados, uno para el pueblo judío, y otro para el pueblo palestino. Eso me sigue colocando a la izquierda del mapa político israelí. Hoy en día me pregunto como muchos, si dicha solución sigue siendo vigente, a la luz de los desarrollos que se producen en la región a velocidad récord ante nuestros ojos. Quizás estamos transitando tiempo de descuento para esa posibilidad, y deberíamos apurarnos. La tesitura de la derecha en Israel es que ante la intransigencia palestina en aceptar tantas propuestas israelíes es prueba de que su agenda sigue siendo la destrucción de Israel, y entonces la mejor apuesta es el status quo, que las cosas decanten solas pues, creen, «el tiempo juega a nuestro favor». No les falta parte de razón.
Mi tesitura, como alguien que se ve a sí mismo como parte de la izquierda sionista, es que los dos Estados no necesariamente traerán inmediatamente la paz, sino que solucionarán otro problema igual de acuciante: cómo asegurar la continuidad de Israel como Estado judío y democrático, como expresión del derecho del pueblo judío a su propio Estado en la Tierra de Israel. Con mayoría judía. Es decir, mi visión de la solución de dos Estados es eminentemente judía y sionista.
Jóvenes palestinos: «Un solo Estado: Israel»
Desde ese punto de vista, sin embargo, tampoco me molestaría la solución propuesta por Bob Lang, miembro del Consejo Municipal de Efrat, la «capital» de Gush Etzión, en Cisjordania: convertir, con el acuerdo de la mayoría palestina, a todo «Eretz Israel», incluyendo Judea, Samaria y Gaza, en «Estado de Israel», lo que implica dos cosas: ciertamente anexar todo, pero también otorgar ciudadanía israelí plena a todos los palestinos, como la tienen ya los árabes israelíes, pues su status en el mundo, de gente sin ciudadanía alguna, tampoco es una situación normal. Ello, si se me asegurara que los números demográficos que maneja Lang son ciertos: que en tal situación, los judíos bajarían del 80% de hoy al 65%, y que los palestinos subirían solamente al 35%. Agrega Lang que la natalidad judía supera hoy la de los palestinos - agrego yo: debido a los números en el sector religioso; habrá que lidiar más tarde con el perfil judío del Estado - y que, por lo tanto, el «fantasma demográfico» con el que nos asustan en Israel es solo eso: un fantasma.
La tesitura de Lang, que representa una opinión extendida en la derecha religiosa sionista en Israel y en los territorios, suena todavía de extrema derecha. Pero recibió hace poco otro apoyo estadístico del lado palestino por parte de la prestigiosa revista de análisis internacional «Foreign Affaires». Se trata de una novedad en sí misma interesante. Según una encuesta realizada en Cisjordania entre palestinos de 18 a 28 años de edad, un 56% de los encuestados opina que la visión de un Estado palestino a partir de los Acuerdos de Oslo ha fracasado, y que ha llegado la hora de cambiar la bandera de la autodeterminación nacional por la de los derechos ciudadanos.
Los jóvenes palestinos parecen decirle a la generación de sus padres: «Ustedes, la generación de Oslo, han fracasado miserablemente en lograr el Estado, y mientras tanto, nosotros estamos en un limbo civil y de calidad de vida que ya es insoportable. Seamos todos ciudadanos árabes de Israel que, por lo menos, es un Estado ordenado, de primer mundo y sin corrupción, al contrario de lo que ocurre en la Autoridad Palestina (AP)». La revista, en su análisis, agrega que ello podría, paradójicamente, empujar a la derecha israelí hacia la solución de dos Estados, desde una óptica de derecha. Pero eso ya es opinión de «Foreign Affaires», teñida a mi parecer de wishful thinking.
No obstante, yo mismo he escuchado a numerosos palestinos expresarse de esa manera, advirtiendo que no lo pueden expresar en público, so pena de ser vistos como traidores e incluso herejes, y su vida podría correr peligro: «La Autoridad Palestina está manejada por corruptos. ¿Por qué un árabe de Yaffo o Nazaret, o un beduino del Neguev, tiene ciudadanía israelí, que es la mejor ciudadanía posible en Oriente Medio, y yo no? Lo mejor que nos ha ocurrido aquí fue la unificación de 1967, y todos los palestinos con los que hablo quisiéramos volver la rueda atrás, a antes de la primera Intifada, porque después nos fue cada vez peor. Si hay árabes en el Ejercito, en la Policía, en la Guardia de Frontera israelíes, ¿por qué yo no? Queremos la ciudadanía israelí y ser fieles ciudadanos del Estado, con todos los derechos y obligaciones, para dar una mejor vida a nuestras familias».
Creo que cualquier israelí o judío de izquierda sionista que quiere la paz entre los pueblos, el bienestar basado en la igualdad de derechos para todos y, al mismo tiempo, la autodeterminación del pueblo judío en su tierra milenaria, que sea un reaseguro contra el antisemitismo en el mundo, debería poder vivir con cualquiera de estas dos soluciones: dos Estados para dos pueblos, o un Estado de Israel en toda la Tierra de Israel, que garantice igualdad de derechos a todos los demás grupos en su seno, terminando con el conflicto, extendiendo el nivel de desarrollo israelí también a Cisjordania (y ojalá algún día también Gaza, pero eso ya se convirtió en otro problema), y acabando con la situación de no ciudadanía alguna de casi cuatro millones de palestinos. Hoy por hoy, esta segunda solución parece a simple vista menos posible que la primera. Pero quizás la primera se va alejando, y la segunda se va acercando. No lo sabemos.
Por qué no voté a Meretz
Dicho todo esto, debo decir que no he podido votar a Meretz en las últimas elecciones. Las tesis de Meretz, fundado en 1992, se quedaron allí, en una realidad post primera Intifada. La tesis central sigue siendo, además de la solución de dos Estados, que la culpa del estancamiento en el proceso de paz reside solamente en el lado israelí. O, en el mejor de los casos, que «extremistas hay en los dos lados; de los extremistas del otro lado yo no me puedo ocupar, se tienen que ocupar los palestinos. Yo me tengo que ocupar de los míos».
No «compro» más esta tesis. Mi problema con ella es que, mientras tanto, otro siglo ha comenzado. Desde el 11-9 al Estado Islámico (EI), pasando por Hamás e Irán, no se puede seguir sosteniendo que Israel, por ser el más fuerte, es el lado equivocado. Ni que «Tag Mejir» (Etiqueta de Precio), por más repulsivo que nos parezca, sea lo mismo que Hamás. Ni que, por ser el más fuerte, tiene también más fuerza para empujar soluciones. La debilidad no otorga automáticamente la razón. Y la parte palestina, por ser la parte débil a la que el mundo le da la razón de modo automático, está muy cómoda en no asumir su responsabilidad en la continuación del conflicto ni proponer también soluciones practicables.
Es cierto; creo que al gobierno de la derecha israelí también le es muy cómoda la intransigencia palestina. El sueño del Gran Eretz Israel sigue vigente, y los repetidos rechazos de Mahmud Abbás de todas las propuestas israelíes les hacen el juego de una manera que la derecha sólo podría soñar: si no existiera el rechazo palestino, la derecha israelí tendría que inventarlo.
Pero lo cierto es que ha habido repetidas propuestas israelíes desde Oslo, y que todas, absolutamente todas, fueron rechazadas de plano por la parte palestina, dando portazos, sin una actitud del tipo «sigamos negociando», y las preguntas sobre por qué, dirigidas a la parte palestina, deberían ser formuladas también por la izquierda sionista, no sólo por la derecha. ¿Por qué han rechazado una y otra vez las propuestas de crear un Estado palestino junto a Israel, siquiera en fronteras provisorias? Pero no se pregunta. Como si cuestionarse y cuestionar a la parte palestina no fuera políticamente correcto, como si fuera ofensivo. O lo peor: como si cuestionar a los palestinos nos quitara el carnet de progresistas.
Desde el 11-9 no se puede ignorar, como lo hace la izquierda israelí, la amenaza del islam radical que, nos guste o no, es una de las bases del rechazo palestino total. A la luz de Al Qaeda y el EI, seguir sosteniendo que se trata de «parte de su cultura», de su «modo de resistencia a causa de la desesperación», y que se trata de «los extremistas del otro lado, no nuestra responsabilidad», es precisamente eso: una irresponsabilidad.
Hoy en día, este pensamiento hace la vista gorda a la alianza más contrahecha de la historia política mundial: entre la izquierda progresista en Occidente y el islam radical. Se la puede explicar como se quiera, pero es la alianza entre una ideología que se ve a sí misma como la más progresista del mundo, con otra ideología moderna, el islam radical, que desde el punto de vista marxista más básico, es la más reaccionaria de la historia después del nazismo. Como que es su heredera.
Entender el islam radical
No hablamos aquí de la mayoría de los 1.700 millones de musulmanes del mundo, que buscan practicar su religión en paz y en convivencia con el resto de las religiones y pueblos, sino del islam radical, un desarrollo moderno, nefasto, al que adscribe sólo alrededor de un 20% de los musulmanes en el mundo. No son pocos, pero no son mayoría.
No es el lugar aquí para desarrollar la saga del desarrollo del islam radical como ideología moderna, explicada con lujo de detalles por el profesor Matthias Küntzel, docente de Ciencias Políticas en Hamburgo, Alemania. Baste decir que no se inaugura con Mahoma en el siglo 7, sino con la Hermandad Musulmana en 1928. Y abreva en dos fuentes: por un lado las suras coránicas medínicas, en las que Mahoma expresaba su enojo contra cristianos y judíos, decapitaba a estos últimos, etc., y las fuentes antisemitas europeas, particularmente los Protocolos de los Sabios de Sión y Mi lucha de Hitler. El islam tradicional no acusaba a los judíos de querer apoderarse del mundo. Para Mahoma los judíos eran despreciables, pero no una amenaza. La prueba es que los pudo matar sin problemas en el relato coránico. Sólo el islam radical adopta la acusación antisemita de la dominación mundial. Lo hace Hassan Al Bannah, fundador de la Hermandad, y lo profundiza el nefasto criminal de guerra nazi Hadj Amín Al Husseini. En efecto, el tristemente célebre mufti de Jerusalén, no sólo deportó miles de judíos a Auschwitz al servicio de Hitler (y no como su ideólogo, como erróneamente afirmó Netanyahu), sino que propagó la judeofobia islamofascista moderna a Oriente Medio a través de la emisora de onda corta nazi, Zeesen. Según esta tesitura, novedosa en la historia del islam, los judíos - y por extensión su hogar nacional como expresión profanadora y herética - son un peligro demoníaco que hay que erradicar. No como en el islam de Mahoma, sino como en el viejo antisemitismo europeo, tanto el cristiano como nazi.
Hoy, la reacción palestina, iraní, islamista, contra Israel reviste un carácter casi exclusivamente islamista radical, no antiimperialista. La izquierda europea, norteamericana y latinoamericana debería dejar de traducirla a términos materialistas marxistas, por más cómodos que le sean. Cuando los islamistas dicen «yihad», no quieren decir «lucha antiimperialista». Cuando llaman a los cristianos «cruzados», no quieren decir «occidentales dominadores y burgueses capitalistas», sino precisamente eso: cristianos. Traducir el discurso islamista radical a términos de izquierda ligados a «centro y periferia» es en sí mismo arrogante y etnocentrista. Por lo tanto, también imperialista.
Pues cuando el islam radical se impone como gobierno, su agenda no es resolver las injusticias de clase, sino imponer la sharía, la ley islámica radical, que se opone a la democracia, a los derechos humanos, a la igualdad de los sexos, al ateísmo, a la homosexualidad, a la aceptación del otro… y también a los izquierdistas. En fin, el islam radical está contra todo aquello a lo que las izquierdas de hoy aspiran. De seguro, la sharía no es el fin de la dominación del hombre por el hombre. Más bien al contrario. Flaco favor le hacen las izquierdas del mundo a la causa palestina cuando apoyan a Hamás.
Y cuando el islam radical declara una guerra santa, uno puede no creer en esas cosas, pero tiene una guerra santa encima. Para defenderse de ella, hay que entender de guerra santa, no solamente de territorios y agua. Eso, entender al otro de verdad, sin traducirlo, debería ser hoy por hoy la verdadera actitud progresista.
He ahí, pues, el gran pecado de la izquierda sionista: seguir la corriente de las izquierdas occidentales de justificar o hacer la vista gorda al islam radical en nombre de la lucha contra la ocupación. Sobre todo porque el islam radical no desea el fin de la ocupación, sino el fin de Israel como Estado del pueblo judío. Un Estado judío (no solo democrático) solía ser la aspiración también de la izquierda sionista. Si ya no lo es, que dé el aviso. Pero entonces ya no será izquierda sionista. Yo no he cambiado mi ideología; solo habré cambiado mi voto (a la Unión Sionista, por si preguntan).
Cuando planteo esto a izquierdistas israelíes, además del viejo argumento de «los extremistas propios y ajenos», suelo recibir respuestas como: «No es cierto, nosotros lo advertimos». Yo no he escuchado esas advertencias en Meretz ni en Paz Ahora. Si las ha habido, no han sido suficientemente enfáticas. Quiero decir: salir a manifestar contra el islam radical, su terrorismo y su violación sistemática a los derechos humanos, en las calles de Israel y del mundo, con banderas de izquierda sionista enarboladas con firmeza. En cambio, la izquierda israelí ha vuelto a la Plaza Rabin, hace pocos días, en ocasión de la actual ola de terrorismo con cuchillos y atropellamientos, pero bajo el lema de que la ocupación israelí y algún ministro trasnochado que ha subido al Monte del Templo son los únicos culpables. Como si el mufti - sí, de nuevo el mufti - no hubiera inventado la leyenda de «Al Aqsa está en peligro» ya en los años ’30. Como si no hubiera incitación de corte islamista en el lado palestino, sin relación con lo que realmente hace Israel. Ya no puedo ir a manifestaciones que terminan blanqueando, una vez más, al islam radical.
La función histórica de la izquierda sionista
Dada su cercanía y su diálogo con las izquierdas occidentales, la función histórica de la izquierda sionista judía e israelí debería ser una función social aclaratoria esencial para la paz bien entendida entre los pueblos. Debería presentarse en todo foro internacional posible, en todo canal de comunicación, virtual o analógico, en toda manifestación callejera en las grandes capitales, en toda universidad, con un mensaje claro: «Hermanos correligionarios de las izquierdas occidentales: no todo luchador contra Israel y Estados Unidos debería ser potable para nosotros, la gente de izquierda. El abrazo famoso entre Chávez y Ahmadinejad como paradigma es non sancto y aberrante. Si Marx se despertara de su tumba y viera ese abrazo, que se sigue dando en medios de comunicación, en universidades y en círculos intelectuales en Europa y en las Américas, se moriría de nuevo. No se puede apoyar el antiimperialismo y los derechos humanos, y al mismo tiempo blanquear al islam radical, que es genocida y opresor. Es como apoyar a Stalin y a Hitler al mismo tiempo, sólo porque ambos se oponían a Occidente. En el siglo 20 hemos sido un faro contra el nazismo. En el siglo 21 debemos serlo contra el islam radical. Despertemos y actuemos».
Las razones de los progresistas sionistas para no pronunciarse claro y fuerte en este sentido estarán con ellos. Quizás sea un problema de pertenencia, de hogar: el temor de verse convertidos ellos también, igual que todo el proyecto israelí, en parias intelectuales, y ser escupidos de los marcos progres occidentales, tan cálidos y cómodos.
Sólo que no es un buen tiempo para aferrarse a zonas de confort. La izquierda progresista judía, sionista e israelí, de la que todavía formo parte, podría tener una función positiva esencial para la paz: ciertamente la de seguir llamando a la solución de dos Estados para dos pueblos que vivan en paz uno junto al otro. Pero, también, la de advertir de modo militante, fuerte y atronador, contra el peligro del islam radical.