Dachau, 3 de abril de 1937
At.: Su Excelencia, Sr. Theodor Eicke
Comandante del campo de concentración Dachau
De mi mayor consideración:
Mi nombre es Angelika Westphalia, domiciliada en la calle Pater-Roth-Strasse número treinta y seis de la localidad de Dachau. Vivo sola, a menos que quieran que cuente a mi perra Lola, pero es una santa y no hace problemas. Yo tampoco los hago. Soy una buena ciudadana del Reich, pago mis impuestos, adoro al Führer e incluso, cuando me lo permiten mis fuerzas y mis dolores, acudo a los actos y desfiles. No a todos, admito. Hay noches en que la gota no me deja dormir, y al día siguiente quedo postrada. A mis setenta y ocho años, debo dar gracias de tener fuerzas para pasar cada día.
Además, creo que la política la hacen otros más dotados que yo. Pero cuando desfilan mis nietecitos Franz y Günther, en cambio, no hay nada en el mundo que me vaya a impedir asistir. En general me visto sola, a menos que la artritis me duela hasta la parálisis. Pero la señora Frida, de la casa de enfrente, se ofrece siempre a ayudarme.
No es eso por lo que le escribo, señor comandante Eicke. Soy una mujer independiente y me puedo valer sola. Prefiero que sigan dedicando el presupuesto nacional a la construcción de nuestra querida Alemania, que bastante castigada ha sido desde el fatídico Tratado de Versalles. Le deseo larga vida a nuestro Führer, y que siempre pueda dedicar el dinero público a la construcción de carreteras, de fábricas, de puentes, al tendido de caños, a seguir emprendiendo obras que den trabajo a todos los ciudadanos del Reich, a nuestro glorioso pueblo.
Por todo ello, señor comandante de Dachau, me dirijo a usted hoy con un pedido especial. No solo para mí, sino para todos los vecinos, en especial los niños, esas almas puras e incontaminadas que recién empiezan a desarrollar el aguerrido carácter que les es propio como miembros de nuestra noble raza aria.
Verá usted. Desde mi casa se ve el campo de detención que tan dignamente dirige Su Excelencia. En realidad se ven todo tipo de escenas, y espero que no me considere usted como una chismosa de barrio. Desde el día de la inauguración del campo hemos visto pasar miles de prisioneros, que son traídos casi a diario en camiones militares. A veces, como usted seguramente sabe, los bajan a un par de kilómetros más lejos y los hacen correr toda esa distancia hasta el campo.
Muchos vecinos se acercan especialmente y se paran al costado de la acera por donde esos enemigos del Reich son llevados. No porque les importe ni entiendan de qué se trata, sino nada más para ser testigos de la escena, que rompe por completo el silencio de nuestra pequeña aldea. A nadie se le ocurre ayudar a nadie, no lo sienten asunto suyo. Pero una vez, una muchacha presa, que ya venía extenuada, tropezó y cayó al suelo. Dos vecinos, hermanos ellos, respondiendo a un instinto básico y natural, acudieron a ayudarla. Uno de los guardias les apuntó con su revólver y les hizo alejarse. Acto seguido disparó a la muchacha en la cabeza, y su cadáver quedó ahí tirado por una buena cantidad de horas. Les dijo a los dos hermanos, y yo lo escuché desde mi ventana: “¿Ven? Ahí tienen a su doncella, principitos. Pueden ayudarla ahora, si quieren”. Ellos ya no se atrevieron a acercarse. De por sí, la mujer se lo tendría merecido, no sé ni quiero saberlo, ya le dije que yo de política mucho no entiendo, pero esto causó gran impresión en los laboriosos habitantes de Dachau.
La gente aquí, sabrá usted, es mayoritariamente campesina y obrera, y casi nunca ocurre nada digno de mención. Por eso, la apertura del campo parece haber despertado a nuestra pequeña comunidad. De repente hay de lo que hablar en la iglesia los domingos, más allá del estado del tiempo, el tamaño de la cosecha de este año o la última boda. No es que se hable de su campo ni de los prisioneros, no se preocupe. Eso a muy poca gente le interesa. A veces alguien se refiere a ello llamándolo “la situación”.
Pero no se lo puedo negar: debido a “la situación”, nuestra vieja ciudad cobró vida. Se abrieron nuevos comercios, en especial los dedicados a comida, bebida, y talleres donde se fabrica indumentaria para los presos o municiones. Mucha gente, por eso, está de buen humor, pues el desempleo ha bajado prácticamente a cero.
Le doy un ejemplo, con el solo fin de que comprenda las verdaderas intenciones de la humilde solicitud que le detallo a continuación. Enfrente de mi casa, como le decía, vive mi vecina y amiga Frida Schwenke. Su marido Ludwig es un buen hombre y un patriota, que luchó en la Gran Guerra, en las cruentas batallas que tuvieron lugar en suelo francés, y quedó lisiado. Debido a la humillación de Versalles, no mereció ninguna pensión, pero el canciller Hitler corrigió esa situación y hoy Ludwig es un orgulloso pensionado de guerra del Tercer Reich. No solo eso: junto con Frida y con su hijo han abierto un puesto expendedor de comidas alemanas, destinado a servir a los guardias, a los proveedores y funcionarios del Reich que están de paso. Por supuesto, los habitantes de Dachau también somos sus clientes, y tenemos que reservar comida con varios días de anticipación.
Pues bien. La semana pasada llegué de lo de mi médico y me encontré con un camión de mudanzas frente a su puerta. Le pregunté a Frida si nos abandonaban, y se rio con ganas. “No, qué va, Angelika”, me dijo. “Estamos cambiando todos los muebles. Sofás y mesas para la sala y camas nuevas para los dormitorios, el nuestro y el de nuestra Greta, para cuando viene los fines de semana desde Munich”. Greta, la otra hija de Frida y Ludwig, es el orgullo de nuestra vecindad pues, además de ser una muchacha muy refinada e inteligente, estudia medicina en la Universidad de Münich. Sus padres, de repente, pudieron pagarle sus estudios y ahora también los muebles nuevos.
Ya lo ve, estimado comandante Eicke, el campo bajo su dirección ha traído prosperidad a nuestro querido pueblo. Entre paréntesis, antes de llegar al punto de esta respetuosa misiva, he sabido que es usted soltero, y con todo decoro se me ocurre preguntarle si no querrá conocer a la joven Greta Schwenke. Cuento con el permiso de Frida para cometer esta travesura de vieja. Espero que no me considere una anciana atrevida, pero le aseguro, y que quede entre nosotros, que es una chica de lo más agraciada. Si le parece una idea viable, no deje de hacérmelo saber.
A esta altura de mi carta, usted se preguntará qué es lo que me ha motivado a escribirle, y desde ya agradezco su gentileza, así como su enorme paciencia. Le explico. A mi avanzada edad soy una persona de hábitos. Mis mañanas consisten en asearme y dirigirme a la cocina, donde me preparo tostadas con mantequilla y dulce de frambuesa. Me gusta comerlas acompañadas de un té, leyendo el periódico junto a la ventana. Como siempre, salteo la sección política y voy directamente a las noticias sociales y de cultura. Al levantar la vista, mientras sorbo mi té, veo los ligustros que engalanan nuestra calle pueblerina y, más allá, el campo de concentración.
Ya me he acostumbrado a la presencia del campo. Pero precisamente a esa hora, a la hora de mi desayuno, los gritos de los prisioneros al ser torturados llegan claros y fuertes desde las barracas más cercanas.
Me imagino que los encargados del campo están haciendo un trabajo importante al intentar sonsacar por las buenas o por las malas valiosa información a comunistas y demás gente subversiva. Pero mi médico me ha dicho que debo evitar toda situación que me haga sufrir tensiones, pues sufro también de presión alta.
Mi solicitud es, si fuera tan amable, que tenga la deferencia de instruir a sus subordinados en el campo para que efectúen las torturas pertinentes en las barracas más alejadas. Como le decía antes, no solo los adultos escuchamos los alaridos, sino también los niños, pues se trata de las horas tempranas, cuando los alumnos pasan por aquí en su camino hacia la escuela. Cuando sea el padre amoroso que estoy segura será, se dará cuenta de que no es un espectáculo precisamente apropiado para criaturas de tan tierna edad.
Agradezco desde ya su esfuerzo en hacer lo que esté en sus manos para resolver esta incómoda situación.
Atentamente,
Angelika Westphalia
PD: Mantengo en pie mi invitación a conocer a la joven Greta. Si está disponible este próximo domingo a las cinco de la tarde, hágamelo saber con tiempo, de modo de poder preparar mi famoso strudel. Y desde ya, le ruego se quede tranquilo, pues este asunto quedará entre nosotros.