El 29 de noviembre de 1947, en una antigua pista de patinaje de Flushing Meadows (Nueva York), la ONU recomendó la creación de dos Estados en Palestina, uno judío y otro árabe.
Un comité especial de la Asamblea General había aprobado un texto en el que proponía la partición y establecía el futuro de Jerusalén, que sería administrada por una autoridad internacional. Una vez recibido el informe del comité especial, el momento llegó al plenario.
Palestina, entonces bajo Mandato británico, estaba al borde del agotamiento. Durante la Segunda Guerra Mundial, Londres tuvo el apoyo de los judíos contra la Alemania nazi, pero restringió la emigración hebrea a Palestina para ganarse a los árabes. Este fue el detonante del enfrentamiento con los judíos, lo que llevó a los ingleses a anunciar que se retirarían el 1 de agosto de 1948.
Dos horas antes de la sesión especial de la Asamblea General, los representantes judíos fueron advertidos de que las delegaciones árabes preparaban un golpe de efecto para evitar la votación, lo que llevó a la delegación hebrea a contactar inmediatamente con los representantes de Estados Unidos y la Unión Soviética. Y cuando el libanés Camille Chamoun se levantó para decir que los árabes proponían un Estado federal, el soviético Andréi Gromiko y el estadounidense Hershel Johnson presionaron para que la Asamblea General votara la resolución 181.
La aprobación no se presentaba fácil. Era necesaria una mayoría de dos tercios, y a los partidarios de la partición no les salían los números. En la Casa Blanca, Israel fue asistido en su nacimiento por la ideología de los liberales demócratas mientras, en la sala de espera, una parte sustancial de la Administración Truman mostraba su preocupación por el petróleo de los árabes. James Forrestal, secretario de Defensa, argumentó: «Ninguna presión sionista debería influir en nuestra política hasta el punto de poner en peligro nuestra seguridad nacional». George Marshall, secretario de Estado, no se comprometió en público. Y Benjamin Sumner Welles, subsecretario de Estado con Franklin D. Roosevelt, dejó escrito: «Por órdenes de la Casa Blanca, los funcionarios estadounidenses presionaron directa o indirectamente a los países de la ONU para asegurarse la mayoría».
En el día de la votación, los dos tercios no estaban garantizados. Henry Laurens explicó así lo sucedido: «La Casa Blanca utilizó su poder para desnivelar la balanza. Los consejeros del presidente amenazaron a Filipinas con imponerle sanciones si no cambiaban su abstención por un voto afirmativo. Liberia, un productor de caucho, fue advertido de que la compañía Firestone podría reducir sus inversiones en el país. Y diferentes delegaciones latinoamericanas fueron sometidas al mismo tratamiento, con millones de dólares de por medio. El plan de partición se explicó por la acción separada pero convergente de Estados Unidos y la Unión Soviética». También se presionó a Francia, que, según Alain Gresh y Dominique Vidal, autores de «Palestina 47», «quería abstenerse porque le preocupaban las reacciones en el norte de África». Pero cuando le llegó el turno al delegado francés y se oyó un «oui», estallaron los aplausos. El milagro se había producido.
La resolución 181 recomendó la partición en un Estado judío (56,47% del territorio y con una población de 498.000 judíos y 325.000 árabes) y otro árabe (43,53% del territorio y 807.000 árabes y 10.000 judíos). Jerusalén, con 100.000 judíos y 105.000 árabes, fue declarada corpus separátum. La partición fue aceptada por los sionistas (los judíos eran propietarios de sólo el 6% del territorio), pero no por los árabes, lo que activó la guerra, iniciada de hecho en 1947. Y al día siguiente de la proclamación de Israel, el 14 de mayo de 1948, tropas de Egipto, Líbano, Siria, Irak y Transjordania franquearon las fronteras del nuevo Estado.
Después, los acuerdos de Rodas (1949) permitieron que Israel se quedara con otros 5.000 kilómetros y los palestinos se quedaran «conquistados» en Gaza y Cisjordania, el 22% por los gobiernos de Egipto y Jordania respectivamente.
Recién en 2011, cuando la denominada «Primavera árabe» les demostró cuanto realmente los pueblos árabes no los tenían en cuenta, los palestinos solicitaron que se reconozca su Estado «ocupado y con asentamientos ilegales israelíes» como miembro de pleno derecho de la ONU.
En dicha solicitud, la Resolución 181 de esa misma ONU a la cual recurren, ni siquiera es mendionada.
Hegel tenía razón: «Los pueblos y los gobiernos nunca han aprendido nada en la Historia ni han actuado de acuerdo con principios deducibles de ella».