Mucho se habla estos días de la posibilidad de un ataque militar israelí a las instalaciones nucleares de Irán. Del peligro de un Irán gobernado por los ayatolás con poderío atómico y con deseos de erradicar a Israel de la faz de la tierra, y de las diferentes respuestas a un ataque para impedir ese poderío iraní, con las que Israel tendría probablemente que lidiar.
Un poco menos, pero aún bastante, se habla del estancamiento en el proceso de paz con los palestinos y de lo peligrosa que es esta situación, al combinarla con el grave estado de la economía palestina, receta segura para un estallido propio de toda inestabilidad.
Las protestas sociales también aportan su grano de arena a la sensación de que son muchos aún los problemas con los que Israel debe lidiar.
De todo esto bastante se sabe en el exterior. A menos que uno llegue siempre a medios que tergiversan la información o la cuentan mal y a medias, puede estar medianamente informado sobre lo que sucede en Israel en estos temas.
Pero hay algo en lo que parece imposible estar bien al tanto a menos que se llegue a Israel, que se recorra sus calles y se vea a su gente: la fuerza de su vida, la normalidad del diario vivir de su pueblo, aún en medio de la adversidad y las numerosas dificultades que le pueden estar acechando a la vuelta de la esquina.
«¡Qué diferente es esto de lo que la gente piensa desde afuera!», nos decía Alejandro de León, uno de los cuatro artesanos uruguayos que llegaron este año a la feria artesanal «Hutsot Hayotser» de Jerusalén, en la que participó ya el año pasado y a la que sabía le valía la pena retornar.
Tratamos de adentrarnos en lo que encierra esa frase sencilla y profunda. Imaginamos el cuadro que puede hacerse una persona que jamás conoció Israel y lo imagina sólo en base a los titulares en la prensa internacional o a los reportes por televisión.
La prensa se concentra en los temas que más ruido hacen, lo que suele ser titular, problemas y conflictos. Es legítimo y como periodistas somos conscientes de lo ineludible de tratar estos aspectos. Pero somos al mismo tiempo conscientes de que Israel es mucho más que eso, así como Colombia, inclusive cuando volaban las bombas de las FARC, no era sólo terrorismo, y España no sólo peligro durante los atentados de ETA.
Pero en el caso de Israel, la sensación es que resulta más difícil todavía aclararlo, porque la problemática no pasa sólo por el hecho que los medios reportan en cualquier lado sobre los problemas y no sobre la normalidad. En el caso de Israel, hay de fondo también conceptos prejuiciosos mal intencionados que llegan a veces a presentar una imagen casi demoníaca del lugar. No generalizamos, pero el fenómeno existe, y seguramente todos nos hemos topado con pruebas de ello en algún momento.
Y cuando uno llega a Israel y ve a judíos y árabes caminando por las mismas calles, comprando en los mismos negocios y sentados en los mismos cafés, puede creer que está viendo mal. Seguramente no se aman y probablemente cada uno quisiera que no haya tanta mezcla. Pero allí están; y nadie se mata en las esquinas o se horroriza al ver al «otro» en la misma fila para comprar un helado.
Familias árabes enteras con numerosos niños, jóvenes parejas con las mujeres de jeans y la cabeza tapada con pañuelos modernos y a tono con la blusa, o mujeres mayores con el vestido largo hasta el piso y la cabeza (no la cara) toda tapada de acuerdo a la tradición, se mezclan en el shopping Malha o en Mamila en Jerusalén, con israelíes judíos, laicos y religiosos; entran a los mismos negocios; son atendidos por igual, y aprovechan sus horas libres a su gusto.
No pretendemos ni alegar que se adoran ni que los problemas sobre los que se reporta en los medios no existen. Claro que sí, lamentablemente. Pero sí sabemos que esa normalidad de convivencia no es imaginable por quienes creen que en Israel se vive sólo conflicto y hostilidad.
Pero más allá del tema judeo-árabe, está esa fuerza de la vida diaria, ese deseo de vivir como todos, ese saber divertirse como todo pueblo normal del mundo.
Lo captamos nuevamente el lunes de la semana pasada al ir a la feria artesanal mencionada, en la majestuosa «Piscina del Sultán», frente a las murallas de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Tras recorrer el mar de puestos del lugar, bajamos a la zona convertida en una especie de anfiteatro para miles de personas, donde cada noche se presenta otro cantante ante la multitud que llega a la feria. Son de primera, figuras conocidas, de las más famosas de Israel. Frente a la enorme tarima, una zona grande, sin asientos, de césped, en la que se concentraban más que nada los más jóvenes, a los que no les alcanza escuchar buenas canciones sino que desean acompañarlas todo el tiempo contorneándose y siguiendo el ritmo parados, bailando, como sintiendo que eso los acerca más aún al protagonista de la noche.
El pasado lunes fue el turno de Yehudit Ravitz; y el público cantaba con ella, se entusiasmaba, aplaudía, festejaba; jovencitos y la generación de sus padres, religiosos y laicos entusiasmados todos con esa hermosa noche de verano. Mirábamos alrededor, el molino del barrio Yemín Moshé, las estructuras del barrio Mishkanot Shaananim de los artistas, detrás nuestro las murallas, y pensabámos cuánta gente sueña con un momento así.
Y en medio de nuestra filosofía, alguna escena muy israelí que nos hacía reir: un padre joven que subía hasta la fila de más arriba porque allí quedaba un lugar, cargando un enorme carrito de bebé; todos «ligaban» Yehudit Ravitz esa noche, aunque todavía no supieran ni hablar. Y los celuares que se levantaban a lo alto intentando cada uno captar la escena del público, de esa masa enorme que cantaba y disfrutaba; y que se ve que tocaba el alma de muchos aún inmersos en una impresionante normalidad.
Salí tarde de la feria junto a mi hija de 21 años. En la larga caminata hacia el estacionamiento en el que horas antes habíamos dejado el coche, pasamos por uno de los numerosísimos restaurantes de Jerusalén aún abiertos a esa hora. Las calles estaban repletas de gente. Y era más de medianoche. Una de sus amigas que trabaja allí de mesera desde que terminó su servicio militar obligatorio, estaba terminando su turno. Había trabajado 13 horas ese día. «Estoy ahorrando para viajar a Sudamérica de paseo», contó Limor con una sonrisa, bromeando sobre cómo maniobrar entre la necesidad de guardar lo que gana y el deseo de darse algún gusto en un puesto de la feria cercana a su trabajo. Cuando vuelva de Sudamérica, ya comenzará a estudiar.
Tan fuerte y tan normal. Tan lleno de vida y tan dependiente de lo que pase alrededor, de las realidades que sean impuestas desde afuera a Israel.
Fuente: Semanario Hebreo de Uruguay