Cambio el lente a la cámara al tiempo que avanzo calle arriba. Mido la luz y amarro la cámara a mi muñeca como me enseñó Rafael, un fotógrafo, hace años. Uno olvida, casi siempre, los detalles de los rituales que hace propios. Para mí es la rutina que me lleva al trabajo, la mascada que llevo en el cuello, el hábito de observar «clínicamente» antes de levantar a cámara, hasta llevar el cabello sujeto de la misma manera. Así lo he hecho siempre.
Un puñado de muchachos se ha reunido en la calle, frente al hospital luterano, en lo alto del Monte de los Olivos. Hace calor pero el aire es fresco y las banderas que se empiezan a desenrollar ondean con fuerza contra la luz de la tarde. Los jóvenes han llegado primero, pero los niños del vecindario comienzan a hacerse camino, mientras los hombres mayores salen de las tiendas y se asoman a las ventanas para ver lo que sucede.
Pasará por ahí el auto que trae a Bilal, quien hoy fue liberado de prisión, de regreso a casa. Bocinazos por el tráfico interrumpido crean un aparente caos, se suman gritos y música a todo volumen que viene de diferentes autos. Los niños sacuden carteles impresos que anuncian la liberación del muchacho junto a una imagen de Yasser Arafat.
«El hijo de Jerusalén», como lo llaman en el poster, tiene 16 años y ha pasado un año en una prisión israelí por estar involucrado en «actividades» que pueden ir desde tirar piedras hasta disparar un arma, y todo lo que hay en medio.
Comienzo a seguir al grupo, a veces delante de ellos, a veces entre los muchachos que sin reparo en mi presencia agitan banderas y tiran cohetes. Correr, hacer la foto, caminar de espaldas, mirar hacia el frente, buscar el sol y los edificios. Soy la única fotógrafa y la única mujer en el grupo de muchachos que levantan a Bilal en hombros llevándolo por la calle principal y en camino a casa de sus padres.
En una camioneta pickup hay un grupo de chicos festejando, llevan playeras con la cara de Bilal impresa en el pecho. Uno de ellos me extiende la mano para que suba a hacer foto desde la camioneta que lleva la delantera. No hay más que chicos y dudo un segundo antes de tomar su mano y treparme con la camioneta andando, tratando de mantener en control mi vestido que con el forcejeo y el aire se me trepa por las piernas.
Ya en camino me vienen a la mente cientos de razones por las que no debí haberme subido, pero es demasiado tarde. Me da tranquilidad el ver junto a mi a varios niños menores de diez años a los que me aferro. Me digo a mí misma que deberé saltar de la camioneta si es necesario pues en el caos no tendré cómo regresar ni pedir ayuda.
Llegamos a un edificio en la parte alta del Monte de los Olivos que mira hacia el gran cementerio. En el techo de uno de los edificios y desde las ventanas, mujeres tiran dulces a los pies de los hombres que en la calle esperan la llegada de Bilal. Los cohetes se disparan al aire y comienzan a caer pedazos de plástico aún encendidos.
Una humareda se levanta alrededor nuestro y en ella desaparece Bilal rodeado de hombres mayores que lo besan y lo conducen por un callejón estrecho hacia uno de los pisos más altos del edificio.
No me atrevo a entrar con el grupo pues no hay mujeres y no quiero ser grosera; espero que alguien me llame pero nadie repara en mi presencia. Después de unos minutos, el mismo muchacho que me ayudó a trepar a la camioneta asoma la cabeza desde la azotea y me invita a subir.
Subo cinco pisos de estrechas escaleras en un laberinto de edificios que llevan hacia la casa de Bilal. En la puerta, sus familiares reciben con dulces y soda a los invitados. En un departamento pequeño, adornado con muebles grises y maderas cubiertas en pintura plateada, los invitados pasan, uno por uno a saludar a Bilal, quien los besa y abraza.
Las mujeres lanzan gritos celebratorios, los hombres salen de la sala y van hacia una azotea, dejando a las mujeres solas en la sala cerrada donde ellas se deshacen de sus hijab, y hablan al tiempo que encienden cigarrillos delgados y asisten a las mujeres de la familia en organizar la repartición de postres y bebidas.
Pido que me lleven donde Bilal es recibido exclusivamente por los hombres de su familia y amigos. Después de algunos intercambios de palabras me dejan entrar a la azotea donde Bilal recibe, en una ceremonia, honores por parte de su padre y familiares.
Al muchacho, acalorado y con evidente cansancio, le entregan un diploma en una cajita roja muy elegante. Seguido de aplausos y abrazos de su padre, el postre tradicional palestino es repartido para todos con soda y café.
Los hombres hablan entre ellos sobre la dicha que es tener a Bilal de nuevo en casa, hablan del tiempo que algunos de ellos pasaron en prisión en su momento, de quienes aún están ahí. Como un ritual de paso, una repetición que parece haber estado ahí desde siempre, desde que recuerdan.
Cinco pisos bajo nuestros pies, la calle vuelve a la normalidad y la vida alrededor retoma su ritmo. Desamarro la cámara de mi muñeca que muestra tiras moradas hechas por la correa. Con cuidado desencajo el lente, devuelvo la cámara al estuche y hago mi camino de regreso.
Espero el autobús sentada en el banco de la estación; los pies me duelen y la mano que lastima. A un lado, en el panel de protección, hay un cartel adornado con la foto de un muchacho. Khalid será liberado en los próximos días.
Fotos: Gentileza Bilha Calderón