Conocí Jerusalén mucho antes de haber llegado a la ciudad capital de Israel. Jerusalén nos rodeaba desde temprana infancia en cuadros y libros; nuestra casa, en el Once porteño, era como una sucursal de Sión. Los sábados, en la sinagoga barrial, como en todos los templos judíos, se rezaba en dirección a Jerusalén.
Imagínese que alguien le sugiriese que leyera un libro en el que se analiza si Noruega o, si a eso vamos, Estados Unidos, debería existir. Usted se quedaría escandalizado o, al menos, sorprendido de que alguien quisiera cuestionar el derecho a existir de una nación soberana y miembro de Naciones Unidas. En el caso de Israel, sin embargo, plantear semejante cuestión no resultar inadmisible. En cualquier momento podemos oír hablar de conferencias o seminarios sobre el tema en alguna universidad norteamericana o de Europa Occidental e incluso asistir a ellos.
La última guerra de Israel en Gaza resonó en las capitales de Europa de una manera poderosa y destructiva. En Berlín, Londres, París, Roma y otras partes, Israel está siendo denunciado como un «Estado terrorista». Manifestantes iracundos quemaron sinagogas en Francia y, en Alemania, hubo quienes llegaron a cantar «¡Judíos a la cámara de gas!».
Los auténticos patriotas son aquellos que hacen lo correcto con la convicción profunda de que hay cosas más importantes que uno mismo. El Estado de Israel continúa existiendo gracias a gente como la familia Ramón.
Ese goteo es el de la vida líquida que se extingue a través de mi piel mutilada, es el sonido de la oscura visión de la nada, nada en el corazón, nada que ayude a curar; simplemente nada.