Mi hija mayor me pregunta todos los años acerca de mi festividad preferida. Y yo, casi sin pestañar, le respondo «Pesaj».
Lo sé. Cuando llega la noche del Seder ni fuerza casi nos queda. Hemos limpiado armarios y hemos escarbado jametz en las «profundidades» de cada mochila y de cada bolsillo. Y sin embargo mi respuesta sigue siendo idéntica: me festividad preferida es Pesaj.
Y la razón es que en esta festividad nada de lo que ocurre debe tomarse por sobreentendido.
Este año me detuve a investigar la historia del canto «Ejad mi iodea» y la razón de su inclusión en la Hagadá. Según se cree, este tradicional canto tiene origen en una célebre canción popular alemana e ingresó en la Hagadá recién a fines del siglo XV.
Sin embargo, encontré una respuesta que - a la luz de lo que ocurre en nuestros días - me parece sumamente relevante. La Hagadá comienza con el «Má Nishtaná» y finaliza con el «Ejad mi iodea».
Al inicio de la Hagadá, es el niño el que pregunta y el padre quien responde. Al final, ocurre lo contrario: el padre pregunta «¿Ejad mi iodea?» y el niño responde «¡Ejad aní iodea!».
Dije que nada de lo que ocurre en esta festividad debe ser tomado por sobreentendido.
No se da por sobreentendido que cuando un niño pregunta su padre responde, y cuando un padre pregunta su hijo reacciona.
No se da por sobreentendido que un padre cuenta a su hijo una historia antes de irse a dormir.
No se da por sobreentendido que los niños esperan hasta el final de la comida para levantarse de la mesa.
Me resulta especialmente asombroso pensar cómo en la era de las comunicaciones, en la cual podemos conversar casi instantáneamente con amigos o desconocidos ubicados del otro lado del océano, resulte - a menudo - tan difícil establecer contacto y conversar con aquellos seres que habitan con nosotros bajo el mismo techo.
Una miembro de mi congregación me contó que, hace algunos días, su hija adolescente invitó a una amiga a su casa.
Ella ingresó a la habitación a servirles un refresco y encontró a una de las jóvenes sentada frente al escritorio navegando por Facebook y a la otra recostada sobre la cama jugando con el iPhone. Ella «incautó» gentilmente los aparatos y les dijo: «¡Ahora hablen!».
Pero finalmente, ésa es la escena que puede verse en casi cualquier hogar en el que habitan niños o adolescentes.
Uno juega con el iPhone.
Otro frente a la computadora.
La madre revisa mails.
El padre navega por Facebook.
Les propongo un ejercicio.
Supongamos que Moshé baja hoy del Monte Sinaí con la palabra de Dios en sus manos. Seguramente no traería consigo dos tablas de piedra, sino dos iPads cuarta generación.
Moshé descendería del monte, y no escucharía voces de alboroto provenientes del campamento de Israel. Tan sólo silencio.
El becerro quedaría relegado a un costado sin compañeros de baile.
Y mientras tanto, cada hijo e hija de Israel, estaría en su tienda, smartphone en mano, comunicándose con el mundo y aislándose de sus congéneres. Y Moshé -estoy seguro - partiría en pedazos sus dos «Tablets», también esta vez.
Ante esa cruda realidad el precepto «Y le relatarás a tu hijo» (VeHigádeta LeBinjá) cobra una nueva dimensión.
No se trata sólo de pasar la antorcha de generación en generación. Se trata de fortalecer los frágiles nexos de comunicación que existen entre los miembros de la familia.
Se trata de dialogar.
De que haya una mesa ordenada y servida, y una comida familiar que se inicie y que concluya exactamente a la misma hora para cada uno de los miembros.
Mi corazón rebosó de alegría al ver que aquel rectángulo delgado que mis hijas corrieron a buscar al término del seder se llamaba Afikomán y no iPhone.
Pesaj es mi festividad preferida porque nos proporciona un tiempo de calidad familiar que no abunda en nuestros días. Hoy ya no es necesario que los niños observen la matzá y el maror y pregunten por qué esa noche es diferente del resto de las noches.
Les basta con ver a su padre responder a sus preguntas y contándoles un cuento antes de ir a la cama.
Esa es razón más que suficiente para preguntar «Má Nishtaná».
¡Jag Sameaj!