En la antigüedad, previo a la era de los iPods y los teléfonos inteligentes, se elaboraba una estrategia sumamente práctica cuando dos ejércitos salían a batallar.
El comandante de las fuerzas, se ubicaba a resguardo a unos cuantos kilómetros de distancia de las fuerzas enemigas, y disponía centinelas en línea, uno al lado del otro, para poder hacer llegar sus órdenes hasta el último de sus soldados, aquel que se encontraba frente a las fuerzas enemigas.
Pero si esta estrategia no se desarrollaba correctamente, si algún soldado se distanciaba de su compañero más de la cuenta, si algún otro centinela abandonaba la formación, entonces el mensaje se perdía por el camino y con él también la batalla.
Hace ya varios milenios que el pueblo judío se halla en una situación similar.
«No fue uno, solamente, el que se levantó para exterminarnos, sino que en cada generación alguien se levanta para hacerlo, y el Santo Bendito nos salva de sus manos».
Así nos relata la Hagadá de Pesaj.
Sin embargo, no siempre batallamos con nuestros cuerpos. De hecho, muchas veces, y paralelamente a las batallas físicas, el pueblo judío ha emprendido batallas por su espíritu.
Y esa es la batalla más dura; esa es la batalla en la que estamos hoy.
Acerca de cuatro hijos nos habla la Torá: uno sabio, uno malvado, uno simple y uno que o sabe preguntar.
En Pesaj, estos cuatro hijos «se sientan» en la misma mesa, en uno de los pasajes más profundos y conmovedores que contiene la Hagadá que leímos hace un par de días.
No imagino a estos niños como hijos de un mismo padre. Si bien es cierto que los hijos no son - ni deben ser - «clones» de sus padres, no imagino a un padre que tenga al mismo tiempo un hijo sabio y uno que no sepa preguntar.
Imagino que detrás de cada hijo hay un padre diferente y una manera diferente de transmitir el mensaje y encender la llama. Deberíamos agregar en la Hagadá a los padres de estos hijos.
Hay cuatro clases de padres:
El padre responsable que motiva las preguntas. Aquel para quien la educación es parte indelegable de su función. Otros podrán ayudarlo, pero nadie reemplazarlo. Es aquel que enciende el fuego con sus propias manos.
El padre malvado es aquel que piensa que su hijo debe saberlo todo. Que no le permite dudar; que vive criticándolo y exigiéndolo. Un padre así, piensa que la llama debe arder por cuenta propia.
El padre simple es aquel que cree que no debe ser parte de la educación; para ello están las escuelas y los maestros. Que la llama la enciendan otros.
Por último, el padre que no sabe enseñar. No entiende siquiera que la llama debe arder. Si no enciende esa llama, ese hijo ya no tendrá fuego para encenderla en su propia descendencia. Esto es similar a la parábola de los centinelas: el mensaje se perderá en el camino.
El más pequeño de la casa podrá preguntar Ma Nishtaná: ¿En qué se diferencia esa noche del resto de las noches?
Pero el tema no es la pregunta; es la respuesta y la manera en la cual se enciende ese fuego de transmisión y vivencias que encierra la noche del Seder.
¡Jag Sameaj!