Todo entra por los ojos
- Vivimos en la era de la imagen. Aún cuando muchas veces hablamos de imágenes vacías, prácticamente ningún empresario descuida los aspectos exteriores y muchas veces superficiales de su producción comercial.
Tal vez les ocurrió alguna vez reconocer una nueva golosina en algún cartel publicitario de la calle. La foto del chocolate es grande y apetecible; se lo ve enorme y se distingue cada una de las almendras que tiene en su interior. Uno va corriendo al kiosco, y cuando cree que necesitará una grúa para llevar el manjar a casa, el kiosquero le da un diminuto chocolatito con más papel que dulce.
Ni hablar de la imagen de los políticos. Dentadura nueva para campañas electorales, implantes capilares, figuras atléticas, amantes de las pasiones populares para dejar de ser lo que son y transformarse en aquello que la gente quisiera que sean.
Nuestra Parashá se ocupa esta semana del cuidado de la imagen. En Parashat Tetzavé, Dios describe con lujos de detalles la vestimenta adecuada que deberá lucir Aharón, el Cohen Hagadol (Sumo Sacerdote). Un vestido lujoso con oro y piedras preciosas; un vestido artesanal, tal como lo describe la Torá.
Aharón, el Sumo Sacerdote, es definido por nuestros sabios como «amante y perseguidor de la paz, amante de las criaturas a quienes acercaba a la Torá» (Avot; 1-12). ¿Acaso requería de semejantes vestimentas para ejercer su rol? ¿Acaso Dios necesitaba que se vistiera tan lujosamente para servirlo? ¿No bastaba con sus virtudes?
¿Por qué Dios no le dice Aharón: «Yo se bien quién eres. Ningún vestido por lujoso u ordinario que sea va a hacer cambiar mi opinión sobre tí. Vístete como quieras que para mí estará bien».
¿Para qué tanto oro, diamante, zafiro, onix? ¿Para agradar a quién? ¿A Dios?
No. El Creador no es el destinatario del mensaje que expresa dicho ropaje, sino el pueblo de Israel. Ciertas funciones - como la de Sumo Sacerdote - o bien ciertas circunstancias - como el Shabat - exigen de una vestimenta adecuada, no porque a Dios le importe, sino porque estamos expresando a través de nuestra ropa la forma en que nos relacionamos con dicha función o circunstancia.
A nadie le agradaría ir a una cena de gala vestido con ropa sucia y zapatillas, no porque eso lo transforme en una mala persona, sino porque estaría transmitiendo a sus nafitriones que para él una invitación especial no se diferencia de un partido de fútbol.
Algo similar ocurría con el Sumo Sacerdote y sus vestimentas.
¿Pero qué tiene que ver la ropa con lo que uno siente por Dios? Nada. ¿Quién dijo que uno se viste para agradar a Dios?
Cuando Adán y Eva andaban desnudos por el paraíso llegó un momento en que cosieron hojas de parra no para agradar a Dios, sino porque sentían vergüenza de andar desnudos.
Dios no necesita de nuestra imagen exterior para valorarnos, pero bien sabe que el hombre también se expresa a través de sus ropas, no porque sea superficial y frívolo, sino porque es humano.
¡Shabat Shalom!