Hoy, a los 56 años, la festividad de Sucot me propone una mirada retrospectiva hacia esa niñez que ya quedó guardada en la memoria y que aquilata los recuerdos mas hermosos de una infancia y juventud que ya pasaron, pero que dejaron en mí profundas huellas.
Celebrar hoy esta festividad judia dentro de una Sucá, - la Sucá de nuestra familia -, junto a los hijos ya tan grandes, con mis padres, con los yernos y mi única nuera, en nuestro Israel, corona seguramente una trayectoria que comenzó hace muchos años ya en Buenos Aires, mientras noviabamos con Silvia, - mi esposa y madre de nuestros cuatro hijos -, soñando en voz alta de como construiríamos ese futuro tan lejano que hoy es ya una realidad consolidada donde sólo esperamos la llegada pronta de los nietos.
«Vivir» Sucot, es cerrar los ojos e imaginar un mundo muy diferente, como en mi colegio, Bené Israel, donde se preparaba la Sucá, para celebrar la Fiesta de las Cabañas, y - con el aporte de muchos supongo -, crecían enormes paredes de sábanas blancas arrugadas, clavadas sobre maderas no uniformes que sostenían a ese techo tan precario de ramas recien cortadas de las cuales sobresalía ese olor a eucaliptus tan particular y generoso.
En América Latina, la primavera comenzaba a regalar sus primeras flores, los nuevos perfumes, los colores más intensos, las estrellas más cercanas; y también nos enviaba alguna que otra lluvia como para que se volara el techo y quedara el cielo al descubierto o para que alguna pared se desenganchara y flameara como un estandarte en aquel lejano y tortuoso desierto.
Con los años, ya en las distintas comunidades, las construcciones eran más firmes y sobre todo tenían más adornos y formas coloridas que los comerciantes chinos aprovechaban para vendernos y decorar alegremente los interiores; pero también las lluvias nos hacian corrrer despavoridos, recordándonos el poder de la naturaleza y nuestra fragilidad humana frente al Creador.
Será por eso que recuerdo esa Sucá en el patio de la casa del Rabino Benchimol, de Jabad, donde todos apretados cantábamos alegremente y saboreabamos manjares, mientras nuestra cabaña se movia de tal manera que nos parecía que saldría en cualquier momento disparada hacia el infinito o que alguna cabeza nuestra recibiría el saludo de las gruesas maderas que servían para sostener una construcción tan sólida como una caja de zapatos enfrentando a un tsunami.
Así éramos entonces, un grupo de familias jóvenes, entusiastas y felices. La frágil construcción que nos recordaba el tránsito por el desierto y nosotros los que cantabamos y celebrábamos soportando el calor, desafiando la posibilidad de que todo se nos derrumbara.
De mi memoria nunca desaparecerá la Sucá familiar en nuestra casa, la que hacíamos año tras año casi pegada a la pared del vecino y cercana a la parrilla. Las maderas frágiles se unian unas con otras, atadas, clavadas, encintadas; las paredes, hechas de trozos de telas inservibles nos daban el aspecto de una pobreza ancestral que seguramente no hubiera desentonado con la de nuestros antepasados. Y el techo, con más agujeros que superficie cubierta. Los chicos, nosotros, todos contribuíamos con alguna ramita para espezar esa masa verde amarillenta que resistiría lo que pudiera. Pero ¿por qué estaba allí ubicada?, teníamos tanto espacio y tantas posibilidades; porque a alguno de la familia se le ocurrió reforzar el techo con esa enredadera vecina que tenía un perfume tan particular y donde también la sombra de otro árbol perfumado y pesadamente cargado de nísperos - de otro vecíno -, le otorgaba un toque particular, informal, familiar, único.
Así nació y se conservó la tradición familiar de «nuestra Sucá», pobre, endeble, pero inmenza de contenido y de tarea en su construcción. A nuestra llegada a Israel, supimos que parte de nuestra decoración en el techo - la enredadera que nos esmerabamos en colocar -, era nada menos que una planta de pasiflora.
Hoy, ya todos grandes, reunidos en Israel, con una Sucá moderna de gruesos caños de hierro, de paredes pintadas con hermosos motivos, con un techo de esterilla prolijamente prensado y cosido, con una puerta que indica efectivamente la entrada y una ventana con un regio mosquitero, nos disponemos a recibir otro Sucot.
Habrán bendiciones, habrá sabrosa comida, habrán cánticos y alegría por doquier. Habrán palabras de recuerdos para nuestros antepasados y estarán las cuatro especies que nos recordarán éste tan importante acontecimiento en la historia del pueblo judio.
Pero dentro mío, seguramente, estarán las imagénes de esa gran construcción pobre y precaria del colegio, esa desvencijada Sucá en la casa del Rab, nuestra humilde y graciosa cabaña familiar y, sobre todo, las imágenes de una vida que nos regaló lo mejor que uno logró: los hijos y la transmisión de tradiciones que estoy seguro, perdurarán por los siglos de los siglos.
¡Jag Sucot Sameaj para todos!