«Cuando un extranjero resida con vosotros en vuestra tierra, no lo maltrataréis. El extranjero que resida con vosotros os será como uno nacido entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto; yo soy el Señor vuestro Dios». Vaikrá; 19-34.
La guerra civil en Siria es probablemente el mayor desastre humanitario de nuestros tiempos. Con una población total de 23 millones, este conflicto ha dejado desde sus inicios en 2011 más de 220 mil muertos y 11 millones de personas desplazadas. Un drama que sigue en aumento y no muestra indicios de solución.
Ello ha llevado a que una cantidad cada vez mayor de sirios intenten escapar cruzando las fronteras con los países limítrofes, e incluso a aventurarse a viajes extremadamente peligrosos por el Mediterráneo buscando refugio en Europa. Son miles los que huyen de su país cada día, después de ver sus barrios bombardeados y a miembros de sus familias asesinados. Caminan kilómetros durante la noche para evitar ser baleados por francotiradores o ser capturados por los soldados que secuestran a jóvenes para obligarlos a luchar por el régimen.
No todos los que se arriesgan sobreviven, miles han perecido en estos trayectos y sin embargo otros miles continúan intentándolo con la esperanza de encontrar un mejor futuro. Aquellos que lo logran siguen enfrentando grandes retos, los recursos son pocos y muchas las trabas impuestas por los países que han decidido cerrarles sus fronteras. El drama crece a medida que se acerca el invierno y aumenta la xenofobia en los lugares a los que aspiran llegar.
Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, más de la mitad de la población siria necesita asistencia humanitaria urgente y se calcula que para finales de 2015 podría haber 4.27 millones de refugiados de ese país, en su mayoría menores de 18 años.
Las devastadoras imágenes que dominan los portales de noticias en estos últimos meses, tienen significación especial para los judíos. No hace falta retrotraernos al Éxodo egipcio o a la mal llamada Santa Inquisición para sentir de cerca el sufrimiento de los refugiados sirios. Son pocas las familias judías que no tienen cerca experiencias de persecución y separación. Quienes huyeron de los pogroms en Rusia, las víctimas de la persecución nazi, aquellos que sufrieron bajo el comunismo y los expulsados de los países árabes a raíz de la independencia de Israel, saben bien lo que es llegar a un país extraño con nada más que recuerdos pavorosos.
En los años previos a la Segunda Guerra Mundial, a la gran mayoría de los judíos europeos que trató de huir de la persecución nazi le fue negada la entrada a otras naciones y quedaron atrapados en las garras del horror. La mayoría pereció en la Shoá. Los desesperados intentos de escapar a la libertad y seguridad estarán para siempre grabados en la memoria colectiva del pueblo judío y algunas escenas en la actual crisis de los refugiados nos retrotraen a ellas.
En la posguerra, las naciones del mundo asumieron el compromiso de «Nunca más». Uno de sus momentos claves fue la adopción de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, ratificada actualmente por 147 países. Sin embargo, 64 años después de ello, los cientos de miles de refugiados que han transitado por toda Europa los últimos meses han recordado ese compromiso y por cierto lo han puesto en duda.
«Pikuaj Nefesh» - salvar una vida - es un valor judío central y muchas vidas están en peligro mientras esta crisis se intensifica. Dar la bienvenida y proteger al extranjero vulnerable a la violencia xenófoba es no sólo un principio importante para los judíos desde los tiempos bíblicos, sino que continúa vigente y se acrecienta. La historia de nuestro pueblo nos identifica con todos aquellos que hoy sufren.
Cumpliendo con dicho legado, organizaciones judías en Europa se han abocado a la tarea de dar un recibimiento lo más digno posible a los grupos de recién llegados, liderando así los esfuerzos de las agrupaciones religiosas que buscan aliviar sus penurias y generando espacios para que distintos credos se unan en pro de una convivencia respetuosa.
Con sensibilidad ante la situación de «extranjero» y las lecciones que hemos aprendido de nuestro pasado, es nuestra responsabilidad tomar las palabras «Nunca más» para toda la humanidad. Ayudando en la actual crisis de refugiados podemos no sólo ser fieles a nuestros valores, sino también construir puentes entre distintas comunidades y hacer de esta crisis una oportunidad para restablecer vínculos y ayudar a quienes más lo necesitan, mediante del triunfo de la compasión humanitaria.