Hay dos imágenes. En la primera un terrorista encapuchado extrae de su ropaje una ametralladora y al grito de: «Alá es el más grande», comienza a disparar a mansalva contra un desprevenido público aglomerado en torno a una actividad de esparcimiento. El saldo es el pánico generalizado, decenas de muertos, múltiples heridos y ríos de sangre. La escena se desarrolla en París. La segunda imagen es idéntica a la primera, pero el terrorista utiliza un cuchillo y acontece en Jerusalén.
La ideología de quienes perpetran estos crímenes es la misma. Libran la guerra santa, la Yihad, contra todos los que no son musulmanes. Los consideran infieles, sean cristianos, judíos o ateos y mediante la violencia pretenden convertirlos, someterlos o eliminarlos. La recompensa por esa misión sagrada será, acceder al paraíso celestial donde los aguardan 72 vírgenes.
Ambas escenas son partes del mismo contexto que el Papa Francisco ha reconocido como el de la Tercera Guerra Mundial. Una guerra, que nos guste o no, el islam radical le ha declarado a la civilización occidental.
Para evadirse de esta terrible realidad, el mundo se ha generado mecanismos de protección para negarla, recurriendo a mitos y ficciones. Uno de ellos consiste en creer que todas las religiones predican la paz, el amor y la convivencia entre los hombres. Sería hermoso, pero no es verdad. El profeta Mahoma era un guerrero, no un predicador de la paz y muchos de los procedimientos para asesinar que emplean los terroristas hoy, emulan a los que él ejerció contra los enemigos que no adhirieron a sus creencias.
Por supuesto que la enorme mayoría de los 1.600 millones de musulmanes que hay en el mundo tienen una interpretación mucho más moderada y no tan literal y consideran a la Yihad como una guerra espiritual contra el mal. El problema es que, por más que los extremistas sean sólo una mínima porción de 1.600 millones, de todas maneras eso es muchísima gente.
Otro pensamiento más intrincado, traslada el centro de gravedad y responsabiliza a Occidente del presente conflicto de civilizaciones. El islam radical no es democrático, viola los derechos humanos, somete a las mujeres, persigue a los cristianos y homosexuales, y está envuelto en una guerra religiosa, como reacción a las políticas y actitudes de Occidente.
Una nefasta ficción sumamente difundida sostiene que el terrorismo que enfrenta Israel a diario es de diferente naturaleza al que enfrenta el resto del mundo. Los actos de terror y sus víctimas en Israel, no logran captar la atención de la prensa internacional. Si por alguna razón, como ser la posterior respuesta a los agresores, cabe mencionarlos, comienza a descubrir alucinantes diferencias.
La agresión que recibe Israel no se denomina terrorista sino militante y a diferencia de Europa, merece el terror que recibe. Esto se debe a que ocupa territorios que no le pertenecen. Esa injusticia produce una frustración tal en los jóvenes palestinos que no pueden canalizarla de otra forma que no sea la del asesinato indiscriminado. Y ese sentimiento es de tal magnitud que se esparce por todo el mundo musulmán y explica todas las explosiones y decapitaciones y fundamenta todo el terrorismo global.
La canciller sueca Margot Wallström, inmediatamente después de los horrendos atentados en París, los vinculó con la «frustración del pueblo palestino». En ese mismo sentido, infinidad de personas, gobiernos e instituciones apoyan ideológica y financieramente a los combatientes palestinos que luchan contra el imperialismo sionista que ocupa un diminuto territorio, poco mayor al del Departamento de Tacuarembó, inmerso en un vasto continente islámico.
Israel no tiene derecho a defenderse y si lo hace siempre es en forma ilegítima y excesiva, vulnerando los derechos humanos y cometiendo crímenes de guerra. Es el único caso en que, gobiernos, prensa y opinión pública, se convierten en expertos para medir y opinar sobre la proporcionalidad de la respuesta bélica. Todo ello debido al mito de que la violencia del mundo surge por la no existencia de un Estado palestino.
Por más difundida que esté esa narrativa es absolutamente falsa. En el caso de los palestinos, simplemente no aceptan la presencia judía en Oriente Medio. No la aceptaron nunca, ni antes de que existieran territorios en disputa, ni antes de que existiera Israel.
En 1929 árabes extremistas masacraron decenas de judíos en Hebrón, Jerusalén y Safed, instigados por su máxima autoridad religiosa, el Gran Muftí de Jerusalén, Haj Amín al-Husseini, quien posteriormente le propusiera a su aliado Hitler, implementar la «Solución Final» para los judíos de Palestina. Estos asesinos no estaban oprimidos, ni humillados, ni ocupados ni desesperados.
Los islamistas radicales no son luchadores por la libertad, sino que por el contrario la odian y no reivindican ningún objetivo político. No tienen la más mínima intención de trazar una frontera geográfica ni de convivir en paz con el diferente, al que sólo quieren atacar y vencer. Santifican la muerte, su guerra es religiosa y por tanto absoluta.
Son los mismos que hoy siembran el terror en París, Madrid, Nueva York, Buenos Aires, Ánkara, Malí, Nigeria o Jerusalén. Su objetivo es imponer la supremacía del islam por la fuerza y lograr que la humanidad toda se rija por la ley islámica de acuerdo a la voluntad de Dios.
Israel, en su centenaria lucha por la supervivencia, es un modelo a imitar, una fuente de conocimiento y (dolorosa) experiencia. Es parte de la solución y no del problema.
En una guerra que nos es impuesta, el primer paso es enfrentar la realidad sin prejuicios, reconocer a nuestros aliados e identificar al enemigo. Sólo así podremos combatirlo, detener su sustento, quitar sus respaldos y vencerlo.
De eso depende nuestro futuro.