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Lapidación de la cultura

Miri Regev En Israel hay peleas por libros, música, obras teatrales y el financiamiento para el arte y los premios académicos. Tratándose del Estado judío, están apuntaladas por feroces intercambios retóricos sobre democracia, fascismo, fanatismo religioso, identidad, y futuro de la nación.

Casi todas las semanas se abre un nuevo frente en esas guerras culturales, onda expansiva de los cambios en la demografía, las actitudes y la política de Israel que está sacudiendo a la sociedad.

El último fue el ataque que lanzó la semana pasada un grupo de extrema derecha contra íconos literarios de izquierda entre los que se cuentan Amós Oz, A.B. Yehoshua y David Grossman, escritores a quienes se considera la voz - y la conciencia - del Estado desde hace años. El grupo, Im Tirtzú (Si lo quereis, en hebreo), lanzó una campaña de afiches en los que calificaba a los escritores de «espías en la cultura», lo que motivó acusaciones de macartismo y cosas peores, incluso desde muchas figuras de la derecha.

Netanyahu y varios miembros de su coalición se sumaron al coro de condena de la denigración de semejantes pilares culturales de Israel. Pero algunos de los mismos ministros están detrás de muchas de las demás batallas. El round anterior fue ideado por Miri Regev, la polémica ministra de Cultura y Deportes, que quiere negarles fondos del Estado a las instituciones que no expresen su «lealtad» al mismo, entre ellas las que muestran falta de respeto por la bandera, incitan al racismo o la violencia o subvierten a Israel como Estado judío y democrático.

Regev dijo que el objetivo de su iniciativa «Lealtad en la cultura», propuesta como enmienda de un proyecto de ley de presupuesto, es «por primera vez que el apoyo a una institución cultural dependa de su lealtad al Estado de Israel».

«No voy a ser un cajero automático… soy responsable del dinero del pueblo», afirmó.

Para un conocido poeta, Meir Wieseltier, la ley «nos acerca al surgimiento del fascismo y pone al descubierto su verdadera cara». Pero Isi Leibler argumentó que el gobierno «no está obligado a subsidiar la demonización de la nación» y en cambio debería apoyar «la inculcación del amor a Israel».

La constante aparición de estos conflictos, en los que se discute qué obras culturales debe promocionar el Estado como lecturas para los escolares o para ser vistas y oídas por los ciudadanos, es parte de un drama en el que los políticos de una nueva generación compiten por el puesto de líder del bando nacionalista.

Integran el reparto Regev, de 50 años, potencia en ascenso en el Likud de Netanyahu; Ayelet Shaked, de 39 años y afilada lengua, representante de la línea dura del ultranacionalista religioso Habait Haiehudí; y Naftali Bennett, de 43 años, ministro de Educación y presidente de ese partido.

El Israel que representan es más religioso y está menos en deuda con los valores y legados de la vieja elite europeizada y su menguante izquierda. Muestran sin complejos su nacionalismo, apoyan tanto a los judíos pobres de origen sefardí - de Oriente Medio o mizrajíes - como a los colonos de Cisjordania y no los conmueven las críticas de los líderes internacionales y los activistas liberales.

«No es sólo una guerra cultural, es política, demográfica y social al mismo tiempo», escribió Nahum Barnea en «Yediot Aharonot», uno de los columnistas más influyentes de Israel. «El núcleo central de la pelea es este: ¿quién es la elite dedicada, quiénes son los legítimos herederos del movimiento sionista que construyó el Estado?»

Yossi Klein Halevi, miembro del Instituto Shalom Hartman, señaló que las guerras culturales reflejaban «la creciente sensación de estar sitiados» que tienen los israelíes de la región y el mundo.

«Esto despertó los miedos más profundos de la psiquis judía, miedos de los que el sionismo trató de liberarnos», explicó. En lugar de sentir que están en «una nación normal entre naciones», agregó, muchos israelíes vuelven «a una versión estatista del viejo gueto judío, y la reacción israelí es cada vez más ver a aquellos conciudadanos a quienes consideran aliados a ese proceso de sitio, o que lo alientan, como colaboradores».

Pero Leibler defendió a Regev y Bennett diciendo que tratan de «recrear un clima que nutra el amor a Israel y promueva el orgullo por la herencia judía» después de años en que «la extrema izquierda, los posmodernos e incluso los pos-sionistas tomaron el control del Ministerio de Educación».

Este mes, «Haaretz» puso el acento en las discusiones internas del ministerio sobre qué obras de arte podían considerarse «políticamente indeseables» para los alumnos secundarios. Entre los criterios, dijo el diario, figuraba el de si los artistas estaban dispuestos a actuar en los asentamientos judíos de Cisjordania y declarar su lealtad al Estado y al himno nacional, algo que es particularmente problemático para los ciudadanos árabes de Israel.

La izquierda a menudo se burla de la ministra de Cultura por haber declarado al diario «Israel Hayom» que «nunca leíd a Chéjov y casi nunca fuí a ver obras de teatro de chica», pero dijo que escuchaba «canciones sefardíes».

«Alguien que nunca fue al teatro o al cine y que nunca leyó a Jaim Najman Bialik», dijo Regev, hija de inmigrantes de Marruecos, con referencia al considerado «poeta nacional» de origen europeo, «también puede ser culto».

Fuente: The New York Times