La última polémica absurda de Israel tiene que ver con un discurso que pronunció recientemente una diputada del Likud en el Parlamento durante un debate sobre el futuro de la solución de ldos Estados. Pretendiendo desdeñar las ambiciones palestinas de tener un Estado propio, la parlamentaria Anat Berko, que posee un doctorado en Ciencias de Oriente Medio, dijo que había cierta ironía en el hecho de que el alfabeto árabe no tenga letra P. Los palestinos se refieren a su país como Falastín.
Lo que quería decir es que el nombre del país no era auténticamente árabe, ni reflejaba la idea de que los árabes hubiesen estado en el territorio desde tiempos inmemoriales, como ellos afirman.
Esto provocó el desdén de varios algunos miembros de la Cámara árabes y judíos. La noticia se difundió en los medios internacionales, incluido «The New York Times», y los críticos con Israel la interpretan como una prueba más de la falta de voluntad de Netanyahu para lograr la paz, su insensibilidad e incluso su racismo.
Cabe tener en cuenta que Berko fue nominada para integrar el Parlamento directamente por el dedo de Bibi, sin que tuviera que participar en primarias - un derecho que otorga el partido al primer ministro -, pero ello no significa que esta académica habla en nombre de él. En el mismo debate en el que habló Berko, Netanyahu reiteró su apoyo a la solución de los dos Estados. Pero Bibi agregó que era imposible hacerlo en las actuales circunstancias, porque los palestinos no están dispuestos a dialogar directamente con Israel.
La cuestión es que lo que impide la creación de un Estado palestino al lado de Israel no es la P que los hablantes de árabe no pueden pronunciar, o las burlas de los diputados de segunda fila del Likud, como Berko, que en Israel ya es conocida como Perko. Pero podría ser un ejercicio útil, para aquellos que siguen culpando a Israel de que no haya paz, sopesar la pregunta a la que Berko aludía. Aunque el origen de la palabra Palestina sea tangencial para el actual conflicto, no lo es la razón por la cual los palestinos siguen negándose a construir la paz.
Es importante señalar de entrada que, si bien los orígenes de la identidad nacional palestina proporcionan un interesante tema para la investigación y el debate, son también irrelevantes para la pregunta de si el pueblo que actualmente se llama a sí mismo palestino es realmente una nación.
Que los árabes palestinos existan y constituyan un grupo nacional distinto de otros pueblos árabes nadie lo duda en este momento. Pero si ambas partes del conflicto estuviesen dispuestas a acordar que discrepan sobre la historia y adoptaran un compromiso respecto al presente y el futuro, entonces este debate se podría limitar al ámbito académico.
A lo que Berko se estaba refiriendo era al hecho de que la idea de Palestina como nación árabe se remonta tan sólo al principio del siglo XX. Los romanos fueron los primeros en llamar al país Palestina, como parte de su campaña de limpieza étnica en la estela de su represión de la segunda gran revuelta judía del siglo II. Los árabes no desempeñaron ningún papel en la historia del país hasta siglos después de la conquista islámica. Pero, muchos siglos después de ello, no había ningún grupo nacional árabe específico vinculado a lo que había sido el territorio de Israel antes de la diáspora.
El despertar político de los árabes se produjo únicamente como reacción al regreso de los judíos al territorio en las décadas posteriores al movimiento sionista moderno de finales del siglo XIX. Pero incluso entonces no se llamaban a sí mismos palestinos. Hasta la creación del Estado de Israel, ese nombre sólo lo utilizaron los judíos que habían aceptado el Mandato británico de Palestina, creado por la Sociedad de Naciones para facilitar el establecimiento de una patria para los judíos tras la Primera Guerra Mundial. No fue hasta el renacimiento de Israel, en 1948, que los árabes que habían rechazado la solución de dos Estados ofrecida por la ONU empezaron a llamarse a sí mismos palestinos.
El problema de los palestinos es que su identidad nacional como pueblo no está tan vinculada a una lengua, una cultura o un territorio específicos como a la idea de resistirse al regreso de los judíos. Sin sionismo, no hubo nacionalismo palestino. Así que cuando se les ofreció la oportunidad de tener un Estado palestino independiente al lado de Israel, líderes como Yasser Arafat y su successor, Mahmud Abbás, entendieron que aceptar el compromiso y la paz significaba renunciar a sus máximas exigencias territoriales. Significaba renunciar a la propia idea de lo que significa ser palestino, aunque los israelíes, como lo hicieran en 2000, 2001 y 2008, estuviesen dispuestos a entregarles el control de casi toda Cisjordania, la Franja de Gaza y la parte árabe de Jerusalén a cambio de la paz. El nacionalismo palestino significa rechazar la legitimidad de un Estado judío, al margen de dónde se tracen sus fronteras.
Por eso es tan importante la visión palestina de la historia. A fin de justificar su identidad nacional de relativa nueva marca, asumieron un relato que niega completamente el vínculo judío con su antigua patria ancestral. La pretensión palestina de que Jerusalén, su Monte del Templo y su Muro de los Lamentos no tienen vínculos judíos es sencillamente un insulto. Esos embustes, promovidos por la Autoridad Palestina (AP) y también por los terroristas de Hamás, radican en la necesidad de justificar la expulsión de los judíos y pretender que el país es una propiedad robada a los palestinos, en vez de un lugar sobre el que dos pueblos puedan tener demandas legítimas.
Aquellos que buscan una explicación a por qué la abrumadora mayoría de los árabes sigue pensando que los judíos no tienen derecho a ninguna parte del país, y que la violencia contra ellos está justificada, deberían conocer primero la historia del nacionalismo palestino y la conducta de sus actuales líderes.
Las burlas de Berko y la discusión sobre qué letras se pronuncian en el árabe clásico no son más pertinentes en el siglo XXI que un análisis sobre qué letras inglesas no forman parte del hebreo bíblico. De lo que se trata es del hecho de que el nacionalismo palestino esté intrínsecamente vinculado a un siglo de guerra contra los judíos y el sionismo.
La paz entre israelíes y palestinos sólo será posible cuando estos últimos reconsideren su visión de su identidad a fin de que puedan imaginar dos Estados para dos pueblos. Cuando se produzca ese cambio radical en la cultura política palestina, actualmente sumida en la violencia y el odio, no importará qué letras pronuncien las dos partes.
Hasta entonces, cualquier esperanza de paz seguirá siendo inalcanzable.