Cuando tenía 17 años y quería entender todo, compré un manual sencillo sobre la Teoría de la Relatividad, con esa foto de Albert Einstein sacando la lengua que luego se convertiría en ícono de los Rolling Stones.
Confieso que no entendí la tal teoría, ni la especial ni la general ni las ondas gravitacionales que hoy están de moda, pero empecé a descubrir que esa era la puerta a un universo fantástico y que si el espacio y el tiempo eran relativos, y cambiaban por efecto de la velocidad o lo que fuere, cuánto más relativas serían las ingenuas percepciones y creencias nuestras, los de a pie, que vivíamos, sufríamos, alardeábamos y moríamos en un pedacito ínfimo de la realidad, con nuestros dioses, símbolos, mitos, territorios y totalmente convencidos de nuetra «única verdad», sin tener la más p… eregrina idea del cosmos que tan fugazmente habitábamos.
Como decía el mismo Albert: ¿Qué sabe el pescado del agua donde nada toda su vida?
Por eso era asombroso que un cerebro humano, el de un judío de principios del siglo XX, que se negó a ser presidente del Estado de Israel, a punta de razón y especulación hubiera logrado semejantes descubrimientos, atrapando al monstruo de la energía en una inocente ecuación: E=mc2.
Claro que tuvo antecesores brillantes, no partió de la nada; y luego vinieron otros que hasta le enmendaron la plana y ese monstruo fue desatado en Hiroshima y Nagasaki, y ensayado en diversos lugares del globo, desde Corea del Norte a Los Álamos, y desde Siberia a Pakistán; pero los mortales seguíamos discutiendo sobre quién es el verdadero dueño de Jerusalén.
«No entiendes realmente algo a menos que seas capaz de explicárselo a tu abuela», decía Albert.
Pero eso sería a la abuela de él que a lo mejor tenía sus mismos genes, porque las de mi generación o fueron cremadas en Auschwitz y Treblinka o, si sobrevivieron a algo mucho peor que Hiroshima y Nagasaki, se negaban a creer que los gringos habían llegado a la luna «porque al cielo, kíndarlej, sólo van los que se portan bien».
El caso es que aunque Einstein también dijo que «Dios no juega a los dados», no afirmaba la divinidad sino la existencia del orden racional, y por lo tanto comprensible, del universo.
Hay otra anécdota que le atribuyen. Cuando conoció a Chaplin, otro paisano, le dijo: «Lo que más admiro de su arte es su universalidad; usted no dice ni una palabra y todo el mundo lo entiende». A lo que Carlitos, no menos genio, le respondió: «Su gloria es mucho mayor; el mundo entero lo admira pero nadie entiende ni una palabra de lo que dice».
Muchos años después, luego de ver y escuchar a Stephen Hawking en la Universidad Hebrea de Jerusalén (antes de su boicot académico) y de convencerme de que lo imposible es posible, traté de leer su libro «Breve Historia del Tiempo» y entendí algunas frases, pero no siempre el significado.
Me rindo. Mi manera de entender las cosas no es apta para comprender, por ejemplo, que una partícula puede estar en varios sitios al mismo tiempo.
Para los creyentes, ese es el don de la omnipresencia, atributo exclusivo del Todopoderoso.
Pero yo mismo escuché a Hawking refutar a Einstein y sentenciar que «Dios sí juega a los dados». Es decir, que hay en el universo un fondo caótico, aleatorio y, por tanto, impredecible.
Quedó claro, ¿no?