El diccionario de inglés señala que la palabra “trump” es alteración de «triumph» (triunfo). Y como parece probable que Donald Trump se convierta en el candidato del «Viejo Gran Partido» Republicano (el de Abraham Lincoln y Ronald Reagan) para la próxima elección presidencial en Estados Unidos, debemos preguntarnos: ¿en qué sentido y para quiénes sería un triunfo?
Nos sale a la mente una parte de la población estadounidense, furiosa por los ocho años de presidencia de Barack Obama y con sed de venganza. También pensamos en el electorado supremacista blanco, nativista y segregacionista, para quienes puede que sea «el» candidato (un sector representado por David Duke, ex líder del Ku Klux Klan, cuyo abierto apoyo Trump evitó rechazar).
La sensación que surge cuando uno trata de tomarse en serio lo poco que se sabe de la plataforma de Trump es la de un país en proceso de ensimismarse, encerrarse y finalmente empobrecerse con la expulsión de chinos, musulmanes, mexicanos y otros que contribuyeron a la inmensa mezcla de ingredientes que el país más globalizado del planeta transmutó, en Silicon Valley y en otras partes, en vasta riqueza.
Pero como casi siempre que se habla de Estados Unidos, el fenómeno Trump contiene un elemento que trasciende la escena local. Uno se siente obligado a preguntarse si acaso el trumpismo no será preanuncio (o tal vez clímax) de un capítulo realmente nuevo de la política mundial.
Veo la cara de este croupier de Las Vegas, de este vulgar payaso de feria, repeinado e hinchado de bótox, saltando de una cámara de televisión a la otra, con su boca carnosa siempre entreabierta mostrando los dientes, que no se sabe si es señal de que comió o bebió en exceso, o de que uno será el próximo en ser comido.
Oigo sus juramentos, su retórica chabacana, su odio patético a las mujeres, a las que describe, según el día que tenga, como perras, cerdas o alimañas. Oigo sus chistes procaces, en los que el cauto lenguaje de la política retrocedió ante un habla popular presuntamente auténtica en su nivel más básico; el habla tal vez de los genitales. ¿Estado Islámico? No vamos a combatirlo: vamos a «patearle el culo». ¿El comentario de Marco Rubio sobre las manos pequeñas de Trump? Lo otro no es tan chiquito, «se los aseguro».
Luego, la adoración del dinero y el desprecio a los demás que viene con ella. En boca de este multimillonario artista de la estafa, con varias quiebras en su haber y posibles vínculos con la mafia, se han vuelto la síntesis del Credo Americano; comida chatarra para la mente, llena de ideas grasosas que tapan los sabores cosmopolitas, más sutiles, de la infinidad de tradiciones que compusieron el gran idilio estadounidense. En lo de las manos pequeñas, hasta un oído no afinado para captar las sutilezas de ese idilio podría descubrir (aunque en versión pervertida por el nivel abyectamente bajo del intercambio) la famosa línea de e. e. cummings, el Apollinaire de los Estados Unidos: «Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas».
Confrontados con este salto a lo grosero y lo banal, pensamos en Silvio Berlusconi, Vladímir Putin y los Le Pen, padre e hija. Pensamos en una nueva Internacional, no del comunismo, sino de la vulgaridad y la ostentación, en la que el universo político se reduce a las dimensiones de un set televisivo. El arte del debate reducido a proferir frases picantes; los sueños de la gente convertidos en delirios faraónicos; la economía transformada en grotescas contorsiones corporales de Tíos Ricos que hablan mal y se burlan del que piensa; y el esfuerzo del que quiere realizarse, degradado a las trampichuelas que enseñaba Trump en su hoy extinta «Universidad».
Es eso mismo: una Internacional del ego con I mayúscula. La globalización de la corrupción en la sociedad de admiración mutua de Putin, Berlusconi y Trump. En ellos vemos el rostro de una humanidad de caricatura, una que eligió lo bajo, lo elemental, lo prelingüístico a fin de asegurarse el triunfo.
He aquí un universo de mentira, que condena al olvido de una ya obsoleta historia las vicisitudes de los exiliados, los emigrantes y otros viajeros que, a ambos lados del Atlántico, forjaron la verdadera aristocracia humana; esa que en Estados Unidos creó un gran pueblo formado por hispanos, judíos europeos, italianos, asiáticos, irlandeses y, por supuesto, anglosajones que todavía sueñan con la regata Oxford?Cambridge trasladada al río Charles.
Este mundo de caricatura lo inventó Berlusconi. Putin reforzó su elemento machista. Otros demagogos europeos quieren atarlo al carro del racismo más odioso. En cuanto a Trump, le puso una torre; una de las más feas de Manhattan, con su mastodóntica arquitectura de imitación, el enorme patio interno, la cascada de 25 metros para impresionar a los turistas; una Torre de Babel en vidrio y acero, obra de un Don Corleone de opereta, donde todos los lenguajes del mundo se fundirán en uno solo.
Pero cuidado. El nuevo lenguaje ya no es el de aquel Estados Unidos que se soñó eterno, aquel que a veces insufló nueva vida en culturas exhaustas. Es el lenguaje de un país con pelotas que le dijo adiós a los libros y a la belleza, que cree que Leonardo es un futbolista y que olvidó que nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas.