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Un nuevo pacto social israelí

Ya no posible continuar desoyendo la voz de protesta que surge de las plazas, las calles y las redes sociales. Es imposible seguir aceptando los precios abusivos, las brechas cada vez más anchas, el abandono de los marginados, el debilitamiento de la justicia y la pérdida de solidaridad.

Teníamos un pacto. Nunca fue definido como tal, pero era más o menos así: Israel es nuestro lugar de vida y muerte. Somos un pueblo de vida y muerte. De manera que estamos comprometidos con la mutua responsabilidad. Para bien o para mal, somos responsables unos de otros. No habrá aquí nadie a quien le falte un techo. Nadie se quedará sin trabajo, ni educación, ni salud ni seguridad financiera.

Ciertamente no íbamos a poner en práctica un comunismo de estilo soviético. Menos aún un idílico socialismo escandinavo. Pero tampoco pensábamos dejar que Israel se convierta en una Sodoma norteamericana del "sálvese quien pueda" donde cada cual se ocupa únicamente de su propio destino.

En esta tierra prometida, la justicia social primaria debería mantenerse firme. En esta tierra pendenciera y polarizada, la brecha entre ricos y pobres tendría que ser aceptable. Los recursos del estado deberían pertenecer a todos. Los sistemas del estado tendrían que estar al servicio de todos. En un estado que requiere constantemente que el ciudadano se arriesgue a sí mismo en favor del colectivo, el colectivo debe brindarse a él. El hogar nacional judío no puede ser el refugio de la injusticia. No puede oprimir a los pobres ni pisotear a los abatidos. No puede permitir que los poderosos devoren a los débiles.

Un cuarto de siglo atrás, este pacto israelí se rompió. El milésimo percentil más alto de la sociedad supo que el comunismo había caído y que el socialismo había fracasado. La nueva moda internacional fue la privatización que se abalanzó sobre el sector público, vaciándolo por completo. Se abalanzó sobre los recursos públicos, adueñándose de muchos de ellos. Sin visión ni planificación o profundidad de criterio, terminó desmantelando la democracia social israelí y fue incapaz de reemplazarla por un libre mercado genuino.

El nuevo régimen económico y social que se estableció estaba basado en dos principios supremos: máxima competencia en la base de la pirámide, mínima competencia en la cima. Bajos salarios para los trabajadores y grandes beneficios para los patrones. Falta de préstamos para el trabajador asalariado; préstamos astronómicos para el magnate. Una guerra a muerte con los sindicatos. Empoderamiento de los cárteles empresariales. Duopolios y monopolios. De ese modo, el estado pronto se convirtió en un estado ladrón. El nuevo capitalismo israelí no fue capitalismo popular o liberal, sino un capitalismo cochino. Tiranizó a la clase obrera; aniquiló a la clase media, y le robó la esperanza a los jóvenes.

Lo que está aconteciendo este verano en el Bulevar Rothschild de Tel Aviv, en las localidades más alejadas, y en las redes sociales, no es sólo una protesta por el queso cottage o por la vivienda, sino una contrarrevolución. Luego de que la milésima parte superior de una población ha roto su pacto con las otras 999, éstas se sublevan. En cierto sentido, este fenómeno es peligroso. Se tiñe de populismo, de crueles palabras y de odio. No es capaz de discernir entre la riqueza admirable y la hedionda. Desconoce por completo las leyes básicas de la economía moderna.

Pero en otro sentido, el fenómeno es justificado y bienvenido. Por primera vez en un cuarto de siglo, se está desarrollando una verdadera amenaza para el capitalismo salvaje. Por primera vez desde la caída del socialismo, el capitalismo está obligado a otorgar una rendición de cuentas real. Finalmente, los magnates del país también sudan. Y al fin se dan cuenta de que existe un límite para su poder y un precio para su arrogancia. El régimen centralizado y ladrón que nos ha gobernado durante tanto tiempo está empezando a agrietarse. Es un momento particularmente difícil y sensible. Se requiere de prudencia, madurez, imparcialidad y buen juicio.

Pero no debemos olvidar el hecho de que la economía israelí es magnífica. No hay que olvidar que en los últimos años este país ha sido testigo de un milagro económico real. No se debe calumniar a los empresarios e industriales que realizaron un increíble trabajo, guiando a Israel hacia logros extraordinarios.

Sin embargo, ya no posible continuar desoyendo la voz de protesta que surge de las plazas, las calles y las redes sociales. Es imposible seguir aceptando los precios abusivos, las brechas cada vez más anchas y el abandono de los débiles. Es imposible aceptar el aplastamiento del sector público, el debilitamiento de la justicia y la pérdida de la solidaridad.

Necesitamos armar un nuevo orden social que combine prosperidad económica con responsabilidad mutua. Pero para lograrlo, el fuerte y el decidido deben despertar del coma moral en el que están hundidos desde hace una generación. Esa milésima parte superior que rompió el pacto israelí es la misma que debe ahora renovarlo.

Fuente: Haaretz - 22.7.11
Traducción: www.argentina.co.il