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El Estado judío

Israel
La brecha entre el carácter judío del Estado de Israel y un verdadero compromiso con la democracia y los derechos humanos, incluidos los derechos individuales y colectivos de la minoría árabe en Israel, no es insalvable.

La polémica suscitada por la reciente decisión del gobierno de exigir a todos los que aspiran a obtener la ciudadanía israelí un juramento de lealtad no sólo hacia Israel, sino hacia una Israel "judía y democrática", nos brinda una oportunidad única de corregir uno de los errores más comunes en torno a tales debates: la incapacidad de distinguir entre las afirmaciones y los símbolos y los fundamentales regímenes jurídicos y políticos.

Suscribo la opinión de la mayoría de los judíos en Israel, que creen que Israel es el lugar donde el pueblo judío puede realizar su derecho a la autodeterminación nacional, y que este elemento es crucial y justo. Israel no es un Estado neutral, sino un Estado nacional, con una meticulosa atención puesta en los derechos de las minorías.

También estoy convencida de que la brecha entre el carácter judío del Estado y un verdadero compromiso con la democracia y los derechos humanos, incluidos los derechos individuales y colectivos de la minoría árabe en Israel, no es insalvable.

Desde hace mucho tiempo, esta percepción ha sido compartida por la mayoría de la población judía, pero nuestros fundadores no consiguieron elevarla a un nivel simbólico y enunciativo. Siempre ha habido una comprensión tácita acerca de que ésta constituía la esencia de la nación, y por tanto, nadie estaba obligado a juramentar su lealtad en tal sentido.

Los israelíes nativos no están obligados a juramentar su lealtad. Los ciudadanos naturalizados (con excepción de aquellos ciudadanos facultados bajo la Ley de Retorno), están obligados a realizar un voto de lealtad bajo juramento, independientemente de – como en el caso de los jueces – los miembros de la Knéset y los ministros del gobierno.

Estas declaraciones resultaron complicadas para algunos de nuestros funcionarios públicos – incluidos los judíos –, pero su ambigüedad innata implicaba que no había necesidad alguna de tomar decisiones que no fueran absolutamente necesarias.

"No acallar el debate"

Las declaraciones legislativas en cuanto a la naturaleza del Estado, que culminó con la modificación de la Ley de ciudadanía, surgieron en respuesta a fenómenos específicos, tales como las propuestas políticas realizadas por los partidos que niegan la legitimidad del carácter judío o democrático de Israel; el pináculo de lo cual llegó en 1992, con la Ley Fundamental – donde desembocó la religiosa demanda de los diputados para la caracterización de Israel como Estado judío y democrático.

También se da un debate entre los mismos judíos en cuanto al significado real que tiene la palabra "judío" en este sentido – la nacionalidad judía o la religión judía.

Para una parte importante de los líderes árabes, tal distinción carece de sentido: cualquier afirmación acerca del judaísmo del estado – religioso, nacional o cualquier combinación entre ellos – es inaceptable. Este desacuerdo es uno de los factores que dificultan la consumación de la constitución de Israel.

Debe realizarse una distinción crítica: El debate teórico y político sobre la identidad del Estado y la justificación de esta última ha venido desarrollándose ferozmente durante años, y va a continuar. No alcanzaremos ningún acuerdo acerca del significado real de "judío" o en cuanto a la justificación de Israel como Estado judío y democrático.

Sin embargo, es importante mantener el debate y no acallarlo de una vez para siempre a través de la legislación que será ineficaz, así como imprudente. No obstante, es vital que las decisiones tomadas preserven la capacidad necesaria para mantener las condiciones de una exitosa combinación que hará posible que Israel cumpla con su papel de Estado nacional del pueblo judío, mientras promueve el tipo de democracia que respeta los derechos humanos de todos sus ciudadanos, incluidos los derechos colectivos de la minoría árabe.

Estas condiciones incluyen, entre otras: una política de inmigración que permita mantener una mayoría judía, sin infringir los derechos humanos, mientras que excluye aquellos que no se identifican con su naturaleza; a diferencia de los ciudadanos nativos, que no están sujetos a los requisitos de juramento.

Esta distinción es muy básica, reconocida por todos los estados y por el Derecho Internacional. Una nación no tiene la obligación de otorgar la nacionalidad a nadie, y ciertamente no debe concederla a un individuo que se oponga a los elementos clave de su credo. Una nación no tiene la obligación de prestarse a aceptar "voluntariamente" a aquellos que objetan sus fines fundamentales en tanto residentes o ciudadanos, ni tiene por qué aceptar a quienes habrán de convertirse en una carga financiera, social o política.

Una nación puede condicionar la ciudadanía. Todos los países – incluida Israel – lo hacen.

Preceptos constitucionales

La realidad actual determina que Israel, al igual que muchos países occidentales, adapte sus políticas de inmigración. Aunque en un principio se creía que podría obtenerse un mejor resultado con la exigencia de lealtad al estado, hecha a los aspirantes a la ciudadanía – que es aceptable en todo el mundo –, la decisión de facto sobre este asunto, en Israel, se dejó a la discreción del Ministro del Interior.

Hoy en día, este último está restringido por exigencias administrativas y legislativas, que requieren igualdad y transparencia en las consideraciones, especialmente, en los casos en que los israelíes desean patrocinar a aquellos con quienes no están vinculados por estrechas relaciones familiares, como debería ser.

Cuando se mide en este contexto, la sugerencia de que el juramento de lealtad interpreta la naturaleza del Estado, judío y democrático, deja de ser inválido. Después de todo, la "identidad" es una garantía constitucional del estado. Evitar el uso de la palabra cuando es pertinente hacerlo podría crear la impresión de que el propio Estado no la considera como algo importante.

La ambigüedad innata del término puede ir en un sentido u otro. También podría decirse lo contrario, que la democracia es percibida como lo máximo de un estado, y que la definición combinada no protege adecuadamente los justos intereses nacionales.

Posibles soluciones

Por otra parte, sería correcto formular tal juramento de lealtad como el medio más adecuado sin apelar a sentimientos de exclusión o discriminación. También es erróneo cargar con discordia política un asunto tan sensible y tan importante como la inmigración a Israel.

Se pueden diseñar otros medios, tales como la propuesta acerca de que un ciudadano naturalizado pueda declarar que él o ella reconocen plenamente la legitimidad del Estado de Israel.

Además, sería mejor si el juramento de lealtad de los ciudadanos naturalizados se ampliara e incluyera a aquellos que tienen el derecho a la ciudadanía en virtud de la Ley de Retorno, lo cual podría disminuir la sospecha de que tal medida está destinada a ser una carga sobre los no-judíos, en general, y los árabes, en particular. Tal medida, en mi opinión, también es justa por derecho propio.

Otra manera podría incluir la libre voluntad del ciudadano naturalizado de servir al país a través del Servicio Nacional, o su voluntad de integrarse en el tejido social y político.

El juramento de lealtad hacia el Estado por parte de los ciudadanos naturalizados debiera incluir no solamente su deseo de gozar de los beneficios de la ciudadanía, sino también su expresa voluntad de asumir las obligaciones implicadas en ella. Ese derecho no debe ser perdido.

Sin embargo, no hay ninguna necesidad de fastidiar. Es una vergüenza el que los árabes perciban la necesidad de reconocimiento de Israel como Estado judío a modo de faro que señala la discriminación o exclusión; pero, por desgracia, las declaraciones vertidas por algunos de nuestros dirigentes no dejan sin fundamento esa opinión.

A pesar de todo, debemos centrarnos en el asunto en cuestión, y no en las afirmaciones que se hacen sobre al respecto. Centrémonos en el logro de nuestros objetivos, no en el fútil debate político.

Fuente: Yediot Aharonot - 17.10.10
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