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¿Fanático yo?


Cuando la verdad es monopolio de ciertas capas dirigentes que no dudan en masacrar a su propia gente en aras de imponer, a como dé lugar, su visión de lo que es correcto, las catástrofes no tardan mucho en llegar.

Los fanatismos religiosos o ideológicos no son una buena receta para mejorar las condiciones de vida de los pueblos a los que pretenden guiar.

Todos y cada uno de los radicalismos que a lo largo del siglo pasado y el actual han logrado hacerse del poder político no han conseguido otra cosa que dosis inmensas de sufrimiento y destrucción, no sólo para su propia gente, sino también para actores ajenos que, de alguna manera, han tenido la mala fortuna de interactuar con ellos.

Recordar cuáles fueron los resultados del nazismo, el fascismo, el stalinismo o el régimen polpotiano bien podría servir de lección para vacunar a las sociedades contra modelos autocráticos regidos por ideas absolutistas.

Cuando la verdad es monopolio de ciertas capas dirigentes que no dudan en masacrar a su propia gente en aras de imponer, a como dé lugar, su visión de lo que es correcto, las catástrofes no tardan mucho en llegar.

No cabe duda que las teocracias islámicas no difieren gran cosa de estos fanatismos mencionados, por más que su plataforma argumentativa tenga como centro a Dios y no a la raza, al Estado, al triunfo del proletariado o a la preeminencia del hombre simple del campo.

Hemos atestiguado el salvajismo del régimen talibán en Afganistán que actuó a nombre de principios religiosos y, aun así, hoy siguen apareciendo aquí y allá modalidades similares que impactan por la calidad grotesca de su funcionamiento cotidiano.

Para muestra, algunos ejemplos: En Gaza, gobernada por las fuerzas islamistas radicales de Hamás y bajo la justificación de preservar los valores morales y religiosos, está prohibido que los hombres caminen por la playa con el torso descubierto, se exige a los dueños de tiendas de ropa que eliminen los maniquíes, se prohíben campamentos de verano infantiles por la posibilidad de que niños y niñas interactúen, y son atacados, a menudo con violencia, los símbolos cristianos por considerarlos atentatorios contra la preeminencia que debe tener el Islam.

Todo ello en una sociedad que vive empobrecida, sitiada y agobiada por los altos niveles de inseguridad que implica la confrontación de Hamás con Israel.

Otro ejemplo es el de Sudán, país que vive desde hace décadas entre crisis y masacres cotidianas, con flujos de cientos de miles de desplazados que han perdido sus hogares como resultado de la barbarie en la que ha estado sumida la región de Darfur.

El régimen dominante, responsable principal de que existan sanciones internacionales contra el país las cuales, a fin de cuentas, afectan sobre todo a la población común, no ha encontrado mejor sistema para doblegar aún más a sus ciudadanos que la de acosarlos y perseguirlos bajo la consigna del respeto debido a la moralidad islámica tal y como el régimen dominante la interpreta.

Este acoso se ejercita en especial contra las mujeres, ya que cualquier ligereza en la vestimenta reglamentaria es enfrentada por las fuerzas gubernamentales con una dureza digna de una película de terror.

Un pensamiento medianamente razonable encuentra incomprensible que ante los problemas tan graves que enfrentan estas sociedades sus dirigentes se empeñen con tanto ahínco en imponer rígidas normas de conducta en cuestiones tan privadas como la vestimenta o el grado de contacto social entre hombres y mujeres.

Pero habría que tener en cuenta que así como el control de lo que se dice, lo que se lee o lo que se escribe es importante para que los regímenes dictatoriales se sostengan indefinidamente en el poder, estos gobiernos de corte islamista aspiran a que el control sea todavía de mucho mayor alcance a fin de mantener la uniformidad necesaria para desterrar permanentemente cualquier duda y cualquier alternativa distinta a la que ellos sustentan como la única legítima.

Se trata de modelos totalitarios donde aún el más ínfimo detalle de la vida personal debe estar sujeto al visto bueno del "máximo liderazgo" para el cual la desviación de la norma impuesta es equivalente a una verdadera traición a la patria.