Binyamín Netanyahu es primer ministro del Estado de Israel. El Estado de Israel es el Estado judío porque es el único lugar del planeta donde cualquier judío puede optar por la nacionalidad israelí bajo un concepto que en otros muchos países se conoce como ius sangunis.
El Estado judío tiene como una de sus funciones proteger a todos sus ciudadanos. A todos, no importa su origen étnico, color de piel, religión. O si pertenece a la mayoría, o alguna minoría.
En el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, los nazis llevaban a los judíos a campos de concentración y extermino utilizando trenes de carga. Cientos de miles de judíos fueron transportados así a su cita con la muerte, hasta sumar seis millones de víctimas. En esos años aciagos, no había Estado judío, ni primer ministro israelí, ni representatividad nacional judía.
Es un hecho histórico que se pidió a los aliados bombardear los rieles para entorpecer esa vía a la muerte. Pero la respuesta fue negativa: las vías férreas no constituían un objetivo militar. Si el primer ministro de Israel hubiera existido, con Estado de Israel y toda su infraestructura, el mundo, probablemente, le habría aconsejado que no se lanzara a una aventura tal como enfrentarse al poderío alemán solo, sin la ayuda de Estados Unidos y la Fuerza Aérea aliada, porque las posibilidades de éxito hubieran sido muy escasas por no decir nulas. Y lo más inteligente, a la luz de la historia ocurrida, hubiera sido que el inexistente Estado judío hubiera hecho su mejor esfuerzo para destruir como pudiera cuanto más rieles.
Esta comparación es anacrónica pero ilustrativa. Además, cuenta con un aval histórico difícil de refutar: los judíos han sido atacados y aniquilados muchas generaciones, y con previo aviso. Dicho aviso fue creído por algunos, desechado por otros. Seguro que muchas personas y gobiernos, políticos y estadistas, gente de bien, no pueden pensar que exista la intención real de destruir, aniquilar, asesinar; pero resulta que la realidad nos enseña que los judíos fueron muchas veces destruidos, aniquilados y asesinados.
Así es que llegamos a septiembre de 2012, con el presidente de Irán afirmando que tiene un programa nuclear con fines pacíficos, y anunciando, cada vez que puede, que Israel debe ser borrado del mapa. La lógica resulta contundente: Israel está en peligro. La historia pasada no da mucho margen para dudas: la amenaza es real.
Israel, sus gobernantes, su pueblo, sus habitantes, se enfrentan a una situación simple. No por simple, deja de ser muy difícil. Un Estado poderoso, Irán, anuncia que Israel debe ser borrado del mapa. Dentro de muy poco, su capacidad nuclear será mortífera. El mundo civilizado, asume que no sería lógico que Irán atacase a Israel y por lo tanto, una iniciativa bélica en contra de Irán no está aún sobre la mesa. En Israel, no se sabe qué es lo mejor: atacar a Irán aún a sabiendas que no se tiene la capacidad total de desactivar el plan nuclear y evitar una represalia peligrosísima, esperar a que el mundo reaccione y eso sea ya tarde, seguir explicando al mundo la situación, ganarse la antipatía de los aliados circunstanciales por generar un conflicto siendo que, como en la Segunda Guerra Mundial «los rieles no son un objetivo militar de los aliados».
Nadie sabe qué ha de pasar. Esperemos lo mejor, pero Israel debe prepararse para lo peor. Netanyahu hace lo correcto: denunciar a Irán en todos los foros que pueda, exigir que el mundo civilizado ponga fin a una carrera nuclear cuyos fines pueden ser inconfesables, pedir ayuda para cualquier eventualidad y prepararse para actuar en solitario.
Con mucha experiencia sobre trenes y bombas, el pueblo judío no tiene demasiadas más lecciones que aprender. Tiene otras que enseñar y una que no puede permitir que se repita.