Para comenzar, digamos lo que no se puede decir en voz alta: el sueño imposible de los palestinos es que Israel, con todos sus ciudadanos judíos, no hubiera existido nunca y no les hubiera amargado la existencia, de igual manera que el sueño imposible de los israelíes es que sus vecinos árabes tampoco existieran ni se pasaran la vida odiándolos.
Pero los sueños, sueños son; así que, los radicales - y no tan radicales - de ambos pueblos que tienen esto en mente, que sepan de antemano que nunca van a ver hecho realidad sus sueños genocidas. Están condenados a vivir juntos.
Los israelíes podrían argumentar a su favor que ellos nunca declararon públicamente su deseo de aniquilación total del enemigo, como sí lo hacen los dirigentes de Hamás o de Irán, el país que los arma y apoya financieramente.
Pero también es cierto que los israelíes no tienen necesidad de decirlo abiertamente, puesto que, si bien no pueden eliminar a los palestinos como pueblo, al menos sí pueden someterlos, y de hecho es lo que hacen: son los israelíes los que gozan de un Estado propio, y son sus soldados, armados por Estados Unidos, los que mantienen arrinconados a los palestinos en Gaza y Cisjordania, dos pedazos de tierra incomunicados entre sí e inviables económicamente.
Por el contrario, sí son muchos los palestinos que claman contra la desaparición de Israel, luego de ver cómo pasa el tiempo sin que puedan quitarse de encima la humillación de vivir sometidos militarmente al enemigo. Esa frustración, acumulada durante décadas contra Israel, es la que alimenta el radicalismo violento de Hamás.
La promesa utópica de acabar un día con la «identidad sionista» es lo que llevó al movimiento islamista a ganar con mayoría absoluta las elecciones en Gaza de 2006, y a expulsar violentamente un año después a Cisjordania a los miembros de Al Fatah, que rinden obediencia a la OLP y a su líder, el presidente Mahmud Abbás, al que acusan los radicales de la franja de ser demasiado moderado frente a Israel.
Llegados a este punto, convendría recordar lo que es Gaza. Sé que para nosotros, los judíos, suena de mal gusto, pero, por mucho que lo neguemos o lo intentemos ocultar, la realidad es que la estrecha franja palestina es lo más parecido que tenemos hoy en día a un gueto.
Israel mantiene un bloqueo contra el enclave costero, al que proporciona agua, alimentos, electricidad y medicinas. Los habitantes de Gaza no pueden salir sin permiso de los israelíes, ni pueden recibir visitas no autorizadas; pero lo peor es la falta de futuro, especialmente entre los jóvenes. Esa es la razón por la que los lanzamientos de cohetes contra Israel son aplaudidos por una población que a estas alturas perdió casi toda esperanza de una vida mejor y que está dispuesta al sacrificio de ser castigada duramente bajo la artillería pesada israelí.
La exposición obscena de cadáveres de niños palestinos a la prensa internacional se explica por el deseo de sus líderes de obligar a la opinión pública mundial a que reaccione ante el drama de los hechos. La violencia de esas imágenes sangrientas difícilmente puedan competir con las de israelíes esperando a que pase la lluvia de cohetes de turno resguardados en refugios antiaéreos, o por las denuncias de Netanyahu sobre los ataques terroristas desde Gaza.
Ni siquiera el apoyo explícito de Obama a Israel y a su «legítimo derecho a defenderse» suena muy convincente, cuando el parte final de guerra habla de seis israelíes muertos frente a 180 palestinos, de los que 45 eran niños.
La reciente guerra terminó con la imagen grotesca de los habitantes de Gaza celebrando en las calles como si acabaran de ganar el Mundial, mientras los israelíes regresaron a su rutina con la amarga sensación de que se burlaron de ellos.
Si bien es cierto que, como dijo el presidente de Egipto, Mohamed Mursi, la situación cambió desde la «primavera árabe y mi gobierno no dejará tirados a los palestinos», como lo hizo su antecesor Hosni Mubarak, también es cierto que los israelíes cuentan con nuevos escudos antimisiles que permitieron neutralizar la amenaza de las organizaciones terroristas y reducir las bajas al mínimo.
En cualquier caso, lo único claro en esta triste historia es que, si todas las guerras son crueles y estúpidas por naturaleza, la que enfrenta desde hace más de medio siglo a israelíes y palestinos es la más estúpida de todas, porque la solución con la que ambos sueñan es absolutamente imposible.
Por todo esto, la única Hoja de Rutas posible pasa primero por apartar del poder a los extremistas que mandan ahora en Israel y Gaza - el gobierno dominado por los ultraderechistas que dirige Netanyahu y el gobierno proiraní de Hamás - y que sean los moderados los que se sienten alrededor de una misma mesa y dibujen juntos el mejor mapa posible donde aparezcan dos Estados viables, uno judío y otro palestino desmilitarizado.
Y para el final, Jerusalén, ciudad tres veces maldita desde que se fijaron en ella las tres religiones monoteístas, y considerada capital tanto por israelíes como por palestinos.
Nadie sabe si algún día llegarán a un acuerdo, pero lo único cierto es que no habrá paz en la región si no logran desatar ese nudo gordiano llamado Jerusalén.