Si sólo fuese cuestión de destrabar la investigación del atentado a la AMIA interrogando a los sospechosos de ser los autores intelectuales, combinando las exigencias de la ley argentina con las de la versión iraní de la ley islámica, la voluntad de Cristina Fernández de alcanzar un acuerdo con el Gobierno de Teherán podría atribuirse a un optimismo excesivo de la mandataria poco familiarizada con la realidad internacional que quiere anotarse un triunfo político.
Pero el gran problema radica en que lo que está en juego es mucho más que la defensa de la soberanía judicial argentina. Irán no es un país cualquiera. En opinión de los Gobiernos de Israel, Estados Unidos, los miembros de la Unión Europea y muchos estados árabes, la teocracia iraní, que se está esforzándo por conseguir un arsenal nuclear, plantea un peligro muy serio a la paz regional y mundial, razón por la cual se procura aislarla aplicando duras sanciones económicas.
Es entonces natural que tanto en Washington, Jerusalén y otras capitales reaccionaron alarmadas ante el intento de Cristina de superar el obstáculo producido por el peor atentado terrorista de la historia argentina para acercarse a los ayatolás. Sencillamente no creen que la presidenta se muestre tan resuelta a destrabar la investigación, que estaría dispuesta a subordinar todo lo demás a dicho objetivo.
Al contrario; creen que Cristina decidió asumir una postura abiertamente antioccidental por motivos ideológicos, como ya lo hizo su aliado Hugo Chávez.
Puesto que entre los acusados están individuos tan déspotas como el ministro de Defensa iraní, Ahmad Vahidi, y el ex presidente Akbar Hashemi Rafsanjaní, no existe motivo alguno para suponer que las autoridades de la República Islámica permitirán que una eventual «Comisión de la Verdad» formada por juristas internacionales los sometan a una interrogación auténtica. Lo único que les interesa es que Cristina salga convencida de que no tuvieron nada que ver con el atentado.
Como acaban de afirmar los gobiernos de Estados Unidos e Israel y la dirigencia de la Unión Europea, «Irán no es un interlocutor confiable ya que ampara y promueve el terrorismo internacional». Tienen razón. Por principio, los ayatolás desprecian todas las instituciones occidentales y todos los sistemas judiciales que les son ajenos, mientras que nunca vacilaron en atacar blancos «herejes» en distintas partes del mundo.
A su modo, los iraníes son sinceros. Ahmadinejad, Jamenei y compañía no disimulan el odio que sienten por Estados Unidos e Israel o su deseo de borrar a los «sionistas» del mapa para entonces dedicarse plenamente a una cruzada a muerte contra los norteamericanos.
Para más señas, Ahmadinejad insiste en que la Shoá no existió y que sólo se trata de otra mentira de la propaganda sionista. Pero aunque los líderes de Teherán no procuran engañar a los demás, éstos parecen decididos a engañarse a sí mismos acerca de las intenciones reales de los islamistas, dándoles el beneficio de toda duda concebible, minimizando la importancia de sus afirmaciones belicosas como si sólo se tratara de una retórica pintoresca e intentando persuadirse de que, no obstante las apariencias, los ayatolás no son fanáticos religiosos que están librando una «yihad» contra el resto del mundo sino personas normales, amantes del prójimo, que sólo pretenden vivir en paz y disfrutar de los beneficios materiales de la sociedad de consumo.
Es así como logran prolongar sin fin las negociaciones con la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) y con las potencias mundiales (Grupo 5+1) en torno a su programa nuclear sin verse presionados a modificarlo, o apoyan con soldados y armas a su aliado, el sanguinario dictador sirio, Bashar al-Assad, mientras siguen suministrando armamentos a organizaciones terroristas como Hamás y Hezbolá.
Es en esta gente en la cual el canciller argentino, Héctor Timerman, mantiene expectativas, al mismo tiempo que afirma que Israel no tiene nada que reclamarle a su país ya que en el atentado a la AMIA no murió ningún israelí.
Algo de razón tendría Timerman en quitarle al Estado judío esa preocupación, pero qué le vamos a hacer si durante la Shoá - hecho que según sus pares confiables en el memorándum firmado, nunca existió - tampoco murió ningún israelí.
El exceso de confianza, Fernández y Timerman, es como un espejo roto; se puede tratar de arreglarlo, pero aún podrán - aunque se nieguen - ver las amplias grietas en su reflejo; y las imágenes les aparecerán desfiguradas.