No, no es fácil trabajar con los israelíes, no lo es. Y perdónenme el tópico, que, en este caso se convierte en regla general, al existir, efectivamente, excepciones notables.
No es fácil, pero vale la pena.
Israel es un país complejo para colaborar con ellos. El concepto de «tajles», que significa algo así como hablar claro e ir al grano para no perder el tiempo, y «balagán» - caos, desorganización -, define muy bien a este país, en el que uno no sabe si un criterio se puede mantener por mucho tiempo, o será cambiado por otros cien muy distintos.
Sin embargo, esa tendencia a poner todo «patas arriba» es una de las bases de su innovación. Se discute interminablemente hasta los más pequeños detalles. Debate que puede volver loco a cualquiera, si no conoce que, a través de tanto obstáculo, se encuentra posiblemente la creación.
La verdad es que a veces me canso de escuchar la eterna relación entre el pueblo judío y el dinero. Variables que no considero dependientes. Lo que si deberían ser dependientes son las variables innovación y dinero - a no ser que uno se considere un Van Gogh en vida.
Parece razonable pensar que quien es disruptor y logra innovar, pueda llegar a ganar mucho dinero con ello, el cual, en términos generales, se suele reinvertir en mayor innovación, mas startups. Pero quien no se hace rico con la disrupción, es que, en efecto, no es disruptivo. Y no es que lo diga el pueblo judío o el pueblo israelí, es que lo dicen los mercados, las demandas internacionales de innovación y el buen uso de la razón.
En Israel, todo el mundo dice conocer a todo el mundo. Cuentan, a modo de broma, que una vez se encontró Netanyahu con Obama, y el presidente de EE.UU le comentó al primer ministro de Israel: «¿Usted sabe qué es dirigir a 400 millones de personas?» y Netanyahu le respondió: «¿Y usted sabe que es dirigir a 8 millones pero que todos se creen ministros?».
En Israel hay expertos por todos los lados, en disrupción tecnológica, en análisis financiero, en evaluación y prospectiva, en mercados internacionales, en energía, en redes neuronales, en eficiencia energética, en agua, en algas. Cualquier lobby de cualquier apreciado hotel está lleno de emprendedores innovadores enseñando en la computadora portátil sus invenciones a empresas internacionales. Lo más prestigioso es tener una start-up.
Siendo frívolos, déjenme decirles que estoy convencido de que muchas de estas start-ups nacen porque al israelí no le gusta nada que le manden, o que le dirijan, sea o no por otros israelíes. Quieren ser independientes, y eso se nota en todas las actitudes.
Este hecho notable, tiene, sin embargo, alguna repercusión negativa: existen muchos obstáculos de visión e implementación si la innovación no procede de ellos mismos. Es difícil dirigir, por lo tanto, a los «sabras» (nativos de Israel) y muchas empresas seleccionan como responsables a gente no nacida en el Estado hebreo, para llevar a cabo allí tareas de dirección y representación.
Pero, ¿es todo lo que se ve innovación o simplemente lo parece?. No cabe duda que los factores anteriores, más otros que son ya muy conocidos - posición geoestratégica, rechazo al fracaso, papel de los fondos de capital riesgo, demanda internacional de innovación, etc. -, hacen de Israel un milagro de producción científica industrial. Y que gran parte del mundo está muy lejos de sus niveles de disrupción. Pero ni todo el mundo conoce a todo el mundo, ni todo el huerto es innovación.
Nadie dijo que la innovación sea fácil, ni que el innovador sea disruptivo, ni que en Israel le pongan alfombras rojas al inversor, ni que la innovación sea fácil encontrarla entre tanto lobby de hotel, pero lo que está claro es que, desbrozando la hierba, merece la pena buscar en Israel si uno antes no se pincha con las espinas de los «sabras» - la fruta del cactus que pincha por fuera pero es muy dulce por dentro.