Dos mil trescientos años atrás empieza a circular, entre los judíos, la palabra diáspora. ¿De dónde proviene esa palabra? Un Egipto helenizado ha conquistado el reino de Israel. Alejandría, fundada poco antes, recibe, provenientes de Palestina, cien mil judíos. Se estima en otros cien mil el número de judíos que ya, en ese momento, residían en Egipto.
Ni los recién llegados ni quienes los precedieron dominan el hebreo. Nada les dice la lengua del Libro. Alejandría, no obstante, se convertirá en el centro más activo de la vida judía en Egipto. Ptolomeo I gobierna ese mundo cosmopolita. Es él quien resuelve profundizar la helenización de las multitudes oriundas de Israel. Ordena la versión al griego de la Torá. Les facilitará el acceso a la tradición pero en su idioma. Seguirán siendo judías pero aprenderán a ser griegas. La tarea se inicia a mediados del siglo III. Setenta sabios traídos de Israel la toman a cargo.
¿Qué traduce la palabra diáspora? ¿A qué remite ese término griego? ¿Hay en hebreo una palabra equivalente? El término galut habla, al menos en una de sus dos acepciones, de la dispersión como castigo divino. Un castigo impuesto al pueblo elegido hasta que se produjera la reconciliación final de Dios con él.
Es improbable que, en el Egipto helenizado en el que vivían los judíos en condiciones aceptables, los traductores que optaron por la palabra diáspora hayan querido remitir con ella a esa acepción de galut. Ptolomeo no lo hubiera tolerado. Otro, en consecuencia, ha de haber sido el propósito que indujo a los Setenta a valerse en su faena de la palabra diáspora para nombrar la dispersión judía.
En 1933, Karl Ludwig Schmidt sostiene que «la connotación extremadamente severa y negativa de la palabra hebrea - galut - dejó progresivamente el lugar a diáspora porque los tormentos del exilio babilónico cedieron poco a poco en favor de condiciones de vida en el extranjero más favorables, tales como las que los judíos encontraron a lo largo del período helenístico. Diáspora adquiere entonces una dimensión positiva».
Así entendido, el término diáspora se afirma como un neologismo consensuado por quienes vertieron al griego la Torá. Con él y a lo largo del tiempo, se terminó caracterizando, descriptivamente, a las comunidades judías que residen fuera de Palestina.
No obstante y como se sabe, la historia judía le reservará otros significado a ese vocablo, lejos de la asepsia propia de una mera descripción. Y ese significado alternativo supo imponerse en el curso de los siglos. Homologado a galut por el empeño rabínico, prosperó con ese valor de estricta expiación a partir del siglo III de la era cristiana. Pasó a connotar, de tal modo, una secuencia temporal de incierta duración: castigo primero y redención después para los judíos forzados por Dios a dispersarse sobre la Tierra a raíz de su obstinada infidelidad a la Ley.
La exégesis rabínica despojó al concepto de la imparcialidad que le infundieron sus promotores para dotarlo de una carga reprobatoria que se mantuvo invicta hasta el siglo XX.
Entre la intención infundida al concepto en la Alejandría ptolomeica y su severa connotación ulterior, bien afianzada ya por el rabinato del siglo III, transcurre medio milenio; quinientos años que, en el mundo judío, señalan la transición de la hegemonía griega a la romana y que rozan el umbral del derrumbe del imperio.
Luego, la palabra diáspora verá ahondarse su connotación negativa. Ese nuevo matiz sombrío provendrá del cristianismo en ascenso. Sus voceros se valdrán de la lectura rabínica y darán respaldo a la idea del éxodo como castigo merecidamente impuesto a los judíos por haber menoscabado a Jesús como mesías.
Lo que parece evidente es que el término griego, aplicado a las comunidades judías apartadas de Palestina, lejos estuvo, en un primer momento, de significar lo que el pensamiento rabínico tanto empeño puso en hacerle decir después.
El galut, por obra del rabinato, pasó a connotar así castigo de expatriación para el pueblo caído en el olvido de Dios y el término diáspora perdió con ello su carácter de inofensiva referencia a los judíos residentes en suelo extranjero.
Homologados, los vocablos diáspora y galut pasaron a decir lo mismo: duro exilio para los transgresores de la Ley y larga y ardiente espera, por parte de todos ellos, del día del reencuentro con el perdón divino.
«De ello se sigue - concluye Stéphane Dufoix - que diáspora ya no pertenece al dominio de la historia sino al de la teología y que su significación, en el momento en que los traductores al griego forjan el vocablo, es particular, distinto del que tiene galut».
El auge de la interpretación rabínica coronó tres siglos de intensa labor conceptual. Los orígenes de ese esfuerzo se remontan al año '70. Con la destrucción del Segundo Templo y la derrota impuesta a la rebelión de Bar Cojba, el pueblo judío perdió toda autonomía política. Sólo en 1948, con la creación del Estado de Israel, la volvería a recuperar.
En aquel año 70, Roma no presenta objeciones al propósito de fundar una escuela consagrada al estudio de la Torá. La leyenda propone que, en esa escuela asentada en Yavne, los rabinos presididos por Yohanán Ben Zakai emprendieron un trabajo que habría de ser decisivo. Con él quedó atrás la concepción del galut como inventario de las derrotas sufridas por Israel a manos de sucesivos invasores. En su lugar, una teología laboriosa y resuelta a imponerse desplegó, a lo largo de generaciones y en acuerdo con la enseñanza profética, otra interpretación de la historia de Israel. Esa interpretación abandona el tiempo lineal y asienta su estructura sobre cuatro nociones paradigmáticas y metahistóricas: pecado, castigo, reincidencia del pecado y reconciliación final de Dios con el pueblo judío.
El término galut remitió, a partir de entonces, al periplo íntegro de ese arduo proceso y no otra cosa pasó a significar la palabra diáspora.
Desaparece la historia como sucesión de hechos diferenciados. En nada se distinguen ya pasado, presente y futuro. La mirada teocrática verá, en la sucesión de acontecimientos, la expresión de lo invariable. En lo cambiante, pura apariencia. En la diversidad de fracasos, una misma y trágica repetición.
Los sucesivos invasores de Israel no fueron sino un mismo invasor. Babilonia y Roma, dos semblantes de lo mismo. Pero, además, todos los que humillan a Israel no han sido, no son, no serán jamás otra cosa que herramientas de las que Dios se vale para hacer sentir su disconformidad con quienes, como judíos, lo han defraudado.
La variada dispersión no remite sino a una única transgresión reiterada a lo largo de los días y días que no son sino el mismo día de un mismo incumplimiento.
No han sido los agresores extranjeros quienes lograron la ruina de Israel. Ha sido el Señor quien, mediante la mano de esos extranjeros sanguinarios, dejó caer sobre el pueblo judío una y otra vez su amarga decepción.
De este modo, ciertamente paradójico, Dios preserva su relación con Israel, y quienes creen haberlo derrotado al adueñarse del reino, han sido en verdad manipulados por Él.
Israel no se extingue, se dispersa. Y la expectativa del perdón y del reencuentro hace de esa espera un escenario simultáneo de pesar y de esperanza.
El tiempo, así entendido, no es sino el cauce a través del cual la eternidad ejerce su severa hegemonía.
Fuente: La Nación