Israel, una idea audaz hecha realidad, celebró su 65º aniversario de independencia con merecida satisfacción por sus extraordinarios logros internos. Pero en sus relaciones con el mundo exterior, al Estado judío le queda mucho camino por recorrer.
La experiencia histórica del pueblo judío en relaciones internacionales no es particularmente edificante. A lo largo de la historia del judaísmo, solamente ha habido un Estado judío durante breves periodos, y en dos ocasiones ese Estado incurrió en suicidio político. Los motivos fueron siempre los mismos: el fanatismo político-religioso y el craso error de desafiar a las potencias mundiales dominantes. De allí proviene la obsesión del sionismo moderno por forjar una alianza vinculante con una superpotencia.
Es inevitable que el etnocentrismo distorsione las relaciones de cualquier pueblo con el resto del mundo. La doctrina de Israel en relación con el poder surge de lo profundo de la experiencia de los judíos, particularmente la hostilidad eterna e implacable de un mundo de gentiles. El papel del Holocausto como mito constituyente del metarrelato sionista reforzó la tendencia de Israel a plantar cara «al mundo», una abstracción amorfa, pero imponente con la que los judíos mantienen una disputa que las herramientas tradicionales de las relaciones internacionales no pueden resolver.
El sionismo, un movimiento nacionalista esencialmente secular, fue el medio a través del cual los judíos retornaron a la acción política y desarrollaron las herramientas diplomáticas necesarias. Pero mientras el primer sionismo tenía la ventaja de contar con pragmatismo y habilidad diplomática, luego la preponderancia de los valores militares de la nación en armas relegó sus extraordinarios logros en política exterior a un rincón remoto de la memoria colectiva de los israelíes.
Un momento crucial en la historia de la oscilación israelí entre el activismo diplomático y el militar se dio en vísperas de la Guerra de los Seis Días en 1967. En ese momento se abrió una encrucijada que dejó al descubierto una profunda grieta entre los generales jóvenes nacidos en Israel, llenos de confianza en si mismos y desprecio hacia la actitud «sumisa» de la generación anterior, y los políticos nacidos en la diáspora, atormentados por los recuerdos del Holocausto y llenos de temor existencial al aislamiento internacional, que se resistieron a abandonar la política anterior del sionismo diplomático.
La sabiduría pragmática del primer sionismo es fácil de explicar: a diferencia de lo que señala el cliché antisemita sobre el «poder judío», el sionismo fue el movimiento nacional de un pueblo débil, diezmado por la opresión y el genocidio, un pueblo que podía resultar aniquilado si en un momento determinante tomaba una decisión equivocada. Es verdad que los líderes sionistas jamás dejaron de abrigar sueños territoriales más amplios, pero nunca se les hubiera ocurrido demorar la fundación del Estado judío nada más porque no tuviera acceso al Muro de los Lamentos o al Monte del Templo. El ethos positivo de construir una sociedad nueva debía compensar la pobreza de la solución territorial.
Pero la Guerra de los Seis Días marcó una divisoria llena de ominosos presagios. La victoria fulminante de Israel nos recuerda aquella frase de Hegel sobre «la impotencia de los ganadores». Las victorias militares nunca son finales y definitivas.
En 1980, en una famosa carta abierta titulada «La patria está en peligro», el historiador Yaakov Talmón intentó compartir esta sencilla enseñanza con el primer ministro Menajem Begin. Talmón criticó la creencia de la derecha israelí en que un «acontecimiento» mayor cambiaría radical y permanentemente la situación a favor de Israel y repudió el uso de la «sanción religiosa» para justificar políticas irrealistas en relación con los territorios conquistados 3n 1967. Explicó las ilusiones mesiánicas que habían renacido con la Guerra de los Seis Días como una falsa compensación por el martirio de la Shoá y señaló que la victoria de Israel no había tenido nada de misterioso, sino que era el resultado de una simple unión de circunstancias.
Agregó además que un país pequeño como Israel, desprovisto de una base demográfica sólida y condiciones geopolíticas favorables, no podía perpetuar su presencia en dichos territorios. El peligro para Israel radicaba en el intento vano de subyugar a los palestinos. «Ciego es aquel líder que no vea que por este camino se va hacia una guerra de razas», escribió.
La derecha anexionista israelí desestimó a sus detractores «derrotistas» con el argumento de que la empresa sionista no era ella misma más que un sueño irreal milagrosamente convertido en realidad. Pero en la práctica, Israel se materializó porque las condiciones históricas y políticas eran favorables y porque la diplomacia sionista supo sortear con éxito los obstáculos que encontró en el plano de las relaciones internacionales.
La victoria de junio de 1967 no otorga a Israel licencia para proponerse objetivos abiertamente irreales. No todas las fantasías son visiones. El ethos de la extrema derecha israelí consiste en insistir en desdibujar esta línea divisoria.
El fatalismo de la ultraderecha acerca de las posibilidades de paz no es buen consejero en política exterior. Las posiciones políticas no son eternas, siempre pueden cambiar. Tampoco es verdad que nada puede sacar al mundo árabe de su hostilidad hacia Israel. Aunque los árabes tal vez nunca acepten la justicia del sionismo en términos morales, pueden aceptar la legitimidad política de un Estado judío, de lo que da prueba, por ejemplo, la reciente iniciativa árabe de paz.
Ni siquiera los aliados más incondicionales de Israel se arriesgarán a mantener una confrontación eterna con el resto de la comunidad internacional por apoyar las ambiciones territoriales de Israel. Modificar razonablemente los trazados de fronteras es una cosa; legitimar un «Gran Israel» es otra muy distinta.
De hecho, el consentimiento de la comunidad internacional a la situación creada por la victoria de Israel en 1967 resultó extremadamente efímero.
Cuando una guerra de salvación y supervivencia se convirtió en una guerra de conquista, ocupación y anexión, la comunidad internacional se retractó e Israel pasó a la defensiva.
Y allí se encuentra desde entonces.