Veinte años después de los Acuerdos de Oslo y tres años después de la última vez que israelíes y palestinos se vieron las caras en torno a una mesa de negociación, un renovado vigor del Gobierno norteamericano, el indispensable mediador en este largo y tortuoso proceso, consigue relanzar el proceso de paz.
Esta semana que comienza seremos testigos del inicio de un intento más de quebrar el código genético de uno de los conflictos más prolongados de la era moderna, y de los más resistentes a una solución diplomática.
No se aconseja contener la respiración; las perspectivas de un acuerdo de paz israelí-palestino no son particularmente halagüeñas. Con medio millón, aproximadamente, de habitantes israelíes en los territorios ocupados - incluida Jerusalén Oriental -, lo cual convierte la creación de un Estado palestino con contigüidad territorial en un ejercicio de ingeniería geográfica surrealista, no es de sorprender que las partes lleguen a la mesa de negociación cargadas de escepticismo.
Los principios en torno a los cuales se llevarán a cabo estas negociaciones aún no están plenamente acordados. ¿Son las fronteras de 1967 la referencia vinculante en la cuestión territorial, cosa que el primer ministro Netanyahu se resistió a aceptar hasta hoy? Si es así, se quedará sin Gobierno en cuestión de semanas. La insistencia de Netanyahu en las férreas medidas de seguridad es un eufemismo sobre la presencia israelí en el Valle del Jordán y la negativa a retornar a las «fronteras de Auschwitz» de 1967.
El presidente palestino, Mahmud Abbás, está demasiado débil y afectado por la rivalidad con los islamistas intransigentes de Hamás, que gobiernan en Gaza, para permitirse el lujo político de alejarse de las demandas básicas del nacionalismo palestino. Tampoco Netanyahu, un ideólogo que está visiblemente incómodo con su obligado apoyo a la idea de dos Estados, tiene en verdad un Gobierno de coalición para la paz.
Así pues, el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, necesitará mucha creatividad para conciliar la posición de Netanyahu y la condición palestina, recientemente reiterada por Nabil Shaath, estrecho colaborador de Abbás, de que Israel debe acceder a negociar sobre la base de las fronteras de 1967.
Mahmud al-Habbash, ministro palestino de Asuntos Religiosos, llegó incluso al extremo de exigir «garantías de que las conversaciones no fracasarán», porque, de ser así, estallaría sin lugar a dudas una nueva Intifada.
Lo fácil son los «gestos» que se exigen a las partes. La liberación por parte de Israel de centenares de prisioneros palestinos que envejecieron en las cárceles israelíes, ya que están allí desde antes de los Acuerdos de Oslo, y la puesta en marcha de nuevos proyectos de infraestructura en los territorios palestinos son un precio que vale la pena pagar.
El freno a la expansión de los asentamientos, aunque no su total congelación, es algo que Netanyahu está aplicando desde hace unos meses como incentivo para atraer a los palestinos a las tratativas.
Tampoco el gesto palestino de congelar por algunos meses su acoso a Israel en las agencias internacionales, cuyo último resultado fueron las recientes directrices de la Unión Europea de boicotear toda relación económica, cultural y científica con entidades israelíes en los territorios ocupados, es un precio excesivo para Abbás.
El problema político que representan estas negociaciones para el presidente palestino es su total desconfianza en la posibilidad de llegar a un acuerdo de paz con un Gobierno encabezado por Netanyahu. Las propuestas del Gobierno de Ehud Barak en el año 2000, y los mucho más generosos parámetros de paz del presidente Clinton del mismo año fueron insuficientes para los palestinos, como lo fueron las aún más audaces propuestas del ex primer ministro Olmert en el 2008. Seguramente, Abbás no espera de Netanyahu nada que se acerque a lo que sus predecesores le habían propuesto.
Estas negociaciones representan para ambas partes un enorme riesgo político. Para Netanyahu podría significar la necesidad de alejarse de su base ideológica natural en la derecha, perder el control de su propio partido, el Likud, que en los últimos años esta prácticamente secuestrado por una potente ola de radicalismo extremo, y reestructurar completamente su coalición.
Para Abbás, el riesgo está tanto en el acoso de sus enemigos de Hamás en Gaza como en el escepticismo de su propios seguidores en Cisjordania. Un proceso de paz que vuelva a elevar las expectativas de la opinión palestina y que acabe en desgracia y frustración como los intentos anteriores puede desencadenar no sólo una nueva Intifada contra la ocupación israelí, sino también una revuelta contra el propio liderazgo palestino que una vez más les manipula con falsas promesas.
La actual clase política palestina lleva en el poder tantos años como fue el caso de Mubarak y Ben Ali de la zona, y no sufre de un exceso de popularidad. No es difícil imaginar la conversión de las plazas palestinas en una versión local de la Plaza Tahrir.
Si tan difícil y tan arriesgado es el paso que ambos líderes acaban de dar, ¿por qué lo dan? Por el temor mayor de enajenar a Estados Unidos y a la comunidad internacional. En esencia, estamos en un juego de culpas donde nadie quiere acabar acusado de dinamitar una nueva oportunidad de paz.
Pero que esas sean las consideraciones de las partes no significa que el escenario más optimista no exista del todo. Es difícil, pero no imposible, que lo que empieza como un ejercicio táctico acabe convirtiéndose en una nueva realidad estratégica. El secretario de Estado Kerry no parece ser un ingenuo idealista como se le presentó últimamente en los medios israelíes y palestinos. Es posible que su plan sea el de dar a las partes un margen de tiempo para las negociaciones directas. Estas les llevarán a acercar posturas, pero de ninguna manera a un acuerdo. Ese sería el momento para la Administración norteamericana de poner sobre la mesa su propio plan.
Para ello, el presidente Obama tendrá que enfrentarse a potentes estamentos políticos en Washington y, no menos importante, tendrá que ser capaz de poner en marcha una compleja y delicada ingeniería diplomática que involucre a todos los componentes del Cuarteto - la Unión Europea, Rusia, la ONU y el propio EE.UU - en una sólida alianza por la paz en Oriente Medio.
En los últimos 20 años, EE.UU nos tiene acostumbrados a verle creando alianzas por la guerra en Oriente Medio, dos veces en Irak, una en Afganistán y otra en la interminable guerra contra el terror. El secretario Kerry acaba de ofrecer a su presidente la oportunidad de ganarse su anticipado, e inexplicable, Nobel de la Paz creando una histórica alianza por la paz en Oriente Medio.