Hay que felicitar al Secretario de Estado norteamericano, John Kerry, que luego de seis visitas a Oriente Medio, consiguió que Israel y la Autoridad Palestina anunciaran que retomarían las tratativas, interrumpidas desde hace cerca de tres años.
Sólo la presión de EE.UU hizo posible esta reanudación del diálogo, ante el cual ambas partes parecían desganadas y aprensivas. No sin razón: la última vez que lo intentaron, en 2010, la negociación duró apenas 16 horas y terminó en el fracaso más completo.
¿Habrá más suerte esta vez con esa llama que empieza a titilar una vez más en medio del ventarrón? Hay que desearlo ardientemente, por Israel, por Palestina, por Oriente Medio y por el mundo entero, pues si palestinos e israelíes llegan por fin a un acuerdo sensato y justo para coexistir en paz y colaboración, se habrá resuelto uno de los conflictos más graves y potencialmente más capaces de sepultar a buena parte del planeta en una guerra de enormes proporciones.
Pero, no hay que engañarse, los obstáculos para este acuerdo son enormes y han frustrado hasta ahora todos los intentos de lograrlo, pese a que ambas partes aceptan, en principio, la idea de que dos Estados independientes compartan la región y se establezca un sistema que garantice de manera inequívoca la seguridad de Israel. Los problemas comienzan cuando se trata de establecer la naturaleza y los límites de estos Estados soberanos. La Autoridad Palestina reclama para el Estado palestino los territorios que la Línea Verde establecida en 1949 le otorgaba antes de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando Israel ocupó Jerusalén Oriental y Cisjordania, una zona que hoy día está sembrada de asentamientos donde viven alrededor de medio millón de colonos israelíes, convencidos de que esas tierras les corresponden por derecho divino y prefiguran lo que será su designio final: Eretz Israel, La Tierra de Israel bíblico, que abarca desde el Mediterráneo hasta el Jordán. Los colonos no sólo no quieren un Estado palestino; harán todo lo que sea necesario para impedir que nazca.
Al movimiento ultranacionalista religioso de los colonos equivale, en el ámbito palestino, Hamás, una organización que practica el terrorismo, no reconoce el derecho a la existencia de Israel, aspira a su eliminación y tiene en la actualidad el control absoluto de la Franja de Gaza y un incierto pero abundante número de partidarios entre los palestinos que viven bajo la autoridad del gobierno de Mahmud Abbás en Cisjordania.
Así como los colonos, cada vez que han querido frenar o impedir las negociaciones instalan un nuevo asentimiento ilegal que el gobierno israelí se siente obligado a proteger enviando al Ejército, Hamás, que ha visto siempre con hostilidad la posibilidad de una solución pacífica y negociada con Israel, dispara misiles desde Gaza que llevan a escaladas de violencia con Israel, lo que, naturalmente, provoca represalias del Estado hebreo y encrespa el ambiente hasta hacerlo irrespirable para cualquier negociación.
Sin embargo, nada de esto debería bastar para impedir que, por encima o por debajo del fanatismo, los chantajes y sabotajes recíprocos, se impongan la sensatez y la razón. Ocurrió ya una vez, cuando los Acuerdos de Oslo pusieron en marcha una dinámica que levantó enormes esperanzas tanto en Israel como en las ciudades palestinas. La atmósfera que se vivía en esos días era exaltante. Y es probable que sin el asesinato de Rabín el proceso hubiera continuado hasta forjar una paz definitiva.
Resucitó siete años después, en 2000 y 2001, por insistencia del presidente Clinton, y probablemente en aquellas conversaciones, primero en Camp David, Washington, y luego en Taba, Egipto, es cuando estuvo más cerca de forjarse un acuerdo serio y sostenido entre ambos adversarios. Israel, a través del gobierno de Ehud Barak, hizo en aquella ocasión una oferta que Arafat cometió una verdadera locura en rechazar, pues proponía devolver cerca del 95% de los territorios ocupados en la orilla occidental del Jordán y por primera vez aceptaba que Jerusalén Oriental fuera la capital del futuro Estado palestino. El rechazo de esta oferta, que implicaba muy importantes concesiones de lo que hasta entonces había sido la postura de todos los gobiernos israelíes, tuvo efectos trágicos. El peor: la opinión pública israelí, profundamente frustrada por lo ocurrido, concluyó que un acuerdo era simplemente imposible y que Israel no tenía otro camino que imponer la paz a su manera. Eso explica la subida al poder de Ariel Sharón, con la tesis de que la solución la buscaría Israel de forma unilateral al retirarse de Gaza, y luego de Netanyahu y el desplome monumental de la izquierda israelí. Aquel fracaso contribuyó también decisivamente a permitir el fortalecimiento de Hamás y a popularizar su prédica extremista contraria a todo acuerdo.
Ese es el impasse del que pretenden sacar a la región los esfuerzos del gobierno de Obama. Israel ha anunciado, en señal de buena voluntad, que excarcelará a un centenar de presos palestinos, algunos detenidos desde antes de los Acuerdos de Oslo de 1993.
Otro de los grandes obstáculos para el acuerdo es la exigencia palestina del «derecho al retorno» de los varios millones de refugiados que, desde la guerra de 1948, debieron exilarse y viven dispersos por el mundo. Su número es incierto, pero oscilaría entre tres o cuatro millones de personas.
Israel sostiene que, si reconociera ese derecho, el país dejaría de ser un Estado judío y se convertiría en un Estado palestino, porque la población de este origen superaría largamente a la hebrea. Alega, además, no sin razón, que, al igual que los palestinos, cientos de miles de judíos han sido expulsados desde 1948 de Egipto, Irán, Irak, Yemen, Libia y demás países árabes y musulmanes.
Se podría seguir enumerando durante mucho tiempo todos los peligros que convierten en un campo minado la negociación entre palestinos e israelíes. Y, sin embargo, sería absurdo adoptar al respecto una actitud pesimista. Vivimos en una época en la que hemos visto convertirse en posibles cosas que parecían imposibles, como la transformación pacífica de África del Sur en un país multirracial y democrático, o la conversión de China Popular - el más radical de los Estados colectivistas y estatistas del socialismo marxista - en el valedor más exaltado del capitalismo autoritario. A Myanmar (Birmania), una típica satrapía militar tercermundista, mudada en un régimen que de forma propria decidió reformarse y orientarse hacia la legalidad y la libertad.
Si este nuevo intento fracasa, acaso no haya una nueva oportunidad, y sigan reinando la incertidumbre y la inseguridad que los fanáticos de ambos bandos creen favorecen a sus tesis respectivas. No es así. Si la idea de dos Estados no llega a concretarse, probablemente, en algún momento del futuro, volverá a incendiarse la región en un conflicto armado con miles de víctimas y enormes estragos materiales.
Se equivocan quienes alegan que Israel, gracias a su potencial económico y su gran poderío militar, es ya invulnerable y que la fuerza le garantiza el futuro. Un país no puede vivir rodeado de enemigos que ansían su destrucción. Y los fanáticos palestinos que creen que echarán a los judíos al mar están ciegos. A lo más que pueden aspirar es a provocar un nuevo Holocausto en la región del que serán las primeras víctimas.
En un excelente artículo en el que pasa revista a todos los desafíos que deben enfrentar israelíes y palestinos en la negociación que se va a reanudar y confiesa su propio pesimismo, Roger Cohen, en «The New York Times» escribió recientemente: «Mi corazón sangra. Y, sin embargo, no puedo dejar de oír lo que debe estar murmurando Mandela en su cama del hospital: Pruébenme que estoy equivocado, cobardes, decidan de una vez si ganar una discusión es más importante que salvar la vida de un niño».
Fuente: El País