El 40º aniversario de la Guerra de Yom Kipur se caracterizó en Israel más que nada por el debate recurrente sobre los fallos de la inteligencia israelí, que no detectó ni frustró el ataque por sorpresa. Pero el grave error de Israel en octubre de 1973 fue más político que militar, más estratégico que táctico y, por lo tanto, particularmente pertinente hoy, cuando una sólida política de paz israelí debe ser un pilar fundamental de su doctrina de la seguridad.
La Guerra de Yom Kipur fue, en muchos sentidos, un castigo a Israel por su arrogancia posterior a 1967: la hibris siempre engendra la némesis. Egipto fue derrotado tan rotundamente en la Guerra de los Seis Días de junio de 1967, que los dirigentes hebreos desecharon la necesidad de ser proactivos en la búsqueda de la paz. Al contrario, alentaron un talante nacional de complacencia estratégica que se filtró en sus Fuerzas Armadas en la misma medida en que fue influencia de él, lo que preparó el terreno para el éxito del ejercicio de Egipto en el engaño táctico.
«Estamos esperando la llamada de teléfono de los árabes. Nosotros no adoptaremos iniciativa alguna», afirmó Moshé Dayán, ministro de Defensa de Israel. «Estamos muy a gusto con la situación actual. Si algo molesta a los árabes, ya saben dónde encontrarnos», agregó.
Pero, cuando el presidente de Egipto, Anwar Sadat llamó por fin en febrero de 1971 y de nuevo a principios de 1973 para exponer audaces iniciativas de paz, o la línea de Israel estaba ocupada o nadie por la parte israelí descolgó el teléfono.
La Guerra de los Seis Días propició la decadencia moral y política de Israel, al transformar el talante nacional de un modo que hizo de la paz un empeño imposible.
Ebrios con la victoria y cada vez más incapaces de distinguir la diferencia entre mitología mesiánica y condiciones objetivas, Israel y sus dirigentes perdieron el contacto con la realidad. Todo el mundo quedó encantado con la ganancia territorial que se extendía desde el Río Jordán en el Este hasta el Canal de Suez en el Oeste y desde el Monte Hermón en el Norte hasta Sharm Al-Sheij en el Sur.
La orgía de triunfalismo militar y político de Israel después de 1967 cegó a su liderazgo ante las oportunidades para la paz que sus céleres hazañas militares brindaron. Desaprovechó la ocasión de convertir un éxito táctico en una importante victoria estratégica para el sionismo en forma de un acuerdo político con gran parte del mundo árabe.
La derrota de los ejércitos árabes en 1967 fue el preludio de una transformación fundamental en la estructura del conflicto árabe-israelí que los dirigentes de Israel interpretaron mal o pasaron por alto.
La política árabe de «eliminar las huellas de la agresión» dejó de aplicarse a las conquistas de Israel en 1948 y sólo se refirió a los territorios que el Estado hebreo ocupó después de la Guerra de los Seis Días. Pero en lugar de aprovechar aquel cambio para legitimar su nacimiento ante sus vecinos árabes, Israel prefirió reanudar el debate sobre los objetivos territoriales del sionismo.
Resulta difícil imaginar un mayor abismo que el que existía entre Sadat, el estadista creativo y con amplitud de miras, y el inmóvil gobierno de la primera ministra Golda Meir. Esta no aceptó el despliegue de fuerzas egipcias en la orilla oriental del Canal de Suez ni la disposición de que el acuerdo provisional concluyera con la aplicación de la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU.
Las propuestas de paz de Sadat no fueron derrotadas porque carecieran de mérito, sino porque no se consideraba que Egipto tuviese una opción militar para respaldarlas. El secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, informó implícitamente a los egipcios de que sólo se los tomaría en serio, si iniciaban una guerra.
En febrero de 1973, el asesor de seguridad nacional de Sadat, Hafiz Ismail, transmitió a Kissinger una propuesta de acuerdo general de paz con Israel, como un último intento de evitar un conflicto armado. «No puedo abordar sus problemas, a no ser que lleguen a crear una crisis», respondió el canciller estadounidense.
Los israelíes, por su parte, dieron por sentado que los árabes sólo iniciarían una guerra cuando tuvieran una posibilidad de ganarla. Esa es la razón por la que Golda Meir hizo caso omiso de la advertencia explícita del «mejor de los enemigos de Israel», el rey Husein de Jordania, diez días antes de la guerra de 1973, de que era inminente una ofensiva egipcio-siria.
Pero Sadat nunca abrigó la esperanza de derrotar a Israel y su estrategia no iba encaminada a la consecución de una victoria militar. La suya era una guerra política, una clásica táctica de Clausewitz que complementaba su estrategia de paz. Lo que quería era lanzar un proceso político para sacar a Israel de su autocomplacencia y obligar a las superpotencias a reavivar la búsqueda de un acuerdo.
Constituye una triste enseñanza de Oriente Medio la de que todos los avances importantes en pro de la paz fueron sólo consecuencia de una guerra. La Guerra de Independencia, en 1948, condujo a los Acuerdos de Armisticio de 1949, la Guerra de Yom Kipur tuvo que preceder a la paz de Israel con Egipto y los Acuerdos de Oslo requirieron la Guerra del Golfo de 1990-1991 y la Intifada palestina de 1987-1992.
Hoy, el frente palestino se encuentra en relativa calma, pero el Gobierno del primer ministro Netanyahu debe evitar la autocomplacencia del Ejecutivo de Golda Meir en 1973.
La inteligencia militar no es un substituto del arte del estadista y el mejor modo de detener el deslizamiento hacia la guerra sigue siendo una política de paz creíble.
Fuente: Project Syndicate
Traducción: www.israelenlinea.com