«Fijensé en el Gobierno: nunca se trajo a debate o a votación la fórmula de dos Estados. Nadie lo haría porque si lo hiciera, vería a una mayoría oponerse», afirmó recientemente el viceministro de Defensa, Danny Danón, miembro del Likud, que apoya la anexión total de Cisjordania a Israel.
La posición de Danón no es ninguna novedad. Hace años que la sostiene. Entonces sólo resta preguntar por qué la expresa ahora, como miembro del Gobierno, tres días antes de la quinta visita del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, a Israel y la Autoridad Palestina para tratar de reanudar el diálogo entre las partes en base a dicha fórmula propuesta por el primer ministro Netanyahu en su discurso en la Universidad de Bar Ilán.
Para entenderlo debemos recurrir a la influencia milenaria de la narración bíblica. El esfuerzo de Israel en los últimos 30 años por convencer al mundo de que es David suena como un cuento filisteo destinado a probar que los arrabales de la antigua Ashkelón, donde Goliat era célebre, se parecían más a Atenas que a Belén, donde el pastor hebreo caminaba con sus ovejas.
La opinión pública de Occidente instintivamente apoya al encantador personaje oprimido que vence al bárbaro y blindado gigante. No es difícil comprender la razón de esto. Cuando el pastor de Belén mató al guerrero filisteo de Gat, su victoria no sólo fue honrada al cederle el rey Saúl la mano de su hija, y, en última instancia, al lograr él mismo su propia coronación, sino que también tuvo una consecuencia directa en ese particular territorio donde se forjan las percepciones. Después de todo, los ganadores son los que escriben la historia, y la perspectiva de David es la que se ha establecido como la narrativa correcta; la que nos relata Danón cada vez que ve un micrófono.
Pero supongamos por un momento que Goliat hubiera salido victorioso, y que los filisteos hubieran sido los destinados a contar la historia a las generaciones futuras. Dicha historia se narraría más o menos así: Una nación avanzada, cuyos habitantes participaron en el desarrollo de la ciencia y la cultura occidentales, llegaron en barcos desde Europa hasta las costas de la Tierra de Israel, levantaron allí sus ciudades y, con la ayuda de su alta tecnología militar, intentaron derrotar a los primitivos pastores de las colinas. La guerra duró varias generaciones, hasta que los pastores fueron derrotados y el reino establecido en la zona costera se apoderó de todo el territorio.
¿Suena irritante? Ese es precisamente el problema: No son los hechos que marcan la pauta, sino el modo en que son presentados. Si se nos enseña que los filisteos no eran circuncidados y que siempre fueron malvados perdedores, habremos de tratarlos con desprecio y ni siquiera estaremos dispuestos a escucharlos, incluso si parte de su historia nos recuerda nuestra propia narrativa.
La batalla por la percepción no ha cambiado mucho desde los tiempos bíblicos. Los medios de comunicación internacionales que transmiten desde Israel llegan exclusivamente a cubrir el conflicto. A ellos no les interesa Israel en su carácter de entidad independiente. Desde su punto de vista, el Estado judío forma parte de una ininterrumpida historia sobre la guerra y la paz, no un avanzado país occidental de alta tecnología, tal como se lo describe en la prensa local y en los portales judíos de la diáspora.
La historia tiende a ser presentada en detrimento de Israel: los que comparan a Israel con Goliat y a los palestinos con David conservan la secreta esperanza de una victoria del pastor sobre el guerrero. El esfuerzo de Israel por convencer al mundo de que es David suena como un cuento filisteo destinado a probar que los arrabales de la antigua Ashkelón, donde Goliat era célebre, se parecían más a Atenas que a Belén, donde el pastor hebreo caminaba con sus ovejas.
Las excusas habituales para los problemas que aquejan a las relaciones públicas de Israel resultan del todo patéticas y se centran en los asuntos más ridículos: Los políticos hablan en un inglés defectuoso, el Ejército hebreo no le permite al público ver las fotografías de inmediato, los palestinos son unos mentirosos y el segundo nombre de Obama es Hussein. Pero incluso si Danny Danón fuera tan elocuente como Abba Eban, eso no sería de mucha ayuda para cambiar la imagen. El problema se encuentra en la presentación de los hechos, configuración ésta que hace que Israel se perciba como el maligno ocupante y colonizador, mientras que los palestinos aparecen como los justos combatientes por la libertad.
La ocupación en Afganistán se presenta en Occidente como una justificada guerra de defensa contra Al Qaeda, razón por la cual la muerte de civiles inocentes es considerada a veces por la prensa occidental como un mal necesario. El accionar israelí contra el terrorismo de Hamás, en cambio, se describe como un despiadado ataque en contra de una población inocente, por lo que las operaciones del Ejército hebreo en la Franja de Gaza son condenadas como crímenes de guerra. La justificación que intenta probar que Israel actúa en legítima defensa, con el objetivo de detener los ataques de misiles palestinos, resulta tan convincente para Occidente como la historia alternativa de Goliat.
Esto no significa que Israel siempre tiene razón y que, simplemente, está atravesando un momento difícil al tratar de justificar su conducta. En las circunstancias actuales, la configuración de la historia es mucho más poderosa que los esfuerzos por parte de sus relaciones públicas. Un millar de quejas ante la BBC y la CNN, protestando por los errores en la información, no modificarán esta realidad. A lo sumo, sólo lograrán hacer más cáustico el trato para con Israel y sus representantes.
Entonces, ¿qué se puede hacer? La conclusión aparentemente inevitable afirma que si queremos ser bien vistos en Occidente, tendremos que ajustar nuestra conducta a esas normas occidentales y darnos cuenta de que bloqueos, asesinatos selectivos y territorios militarmente ocupados y luego unilateralmente anexados no son bien vistos.
Pero también podemos imaginar un final diferente de la historia bíblica: El faraón egipcio, líder de la principal potencia mundial de la época, llega al valle de Elah la noche anterior a la batalla decisiva, hace llamar al rey Saúl y a los líderes filisteos para una conferencia de paz, y logra establecer un acuerdo para dividir la tierra entre el reino de la costa y el reino de las colinas.
Este desenlace ahorraría una gran cantidad de sangre y muerte, pero, en cambio, suena mucho menos heroico y emocionante que la historia que ha sido la base de nuestra civilización y que es la que nos cuenta Danón. Tal vez esa sea la razón por la cual esta otra versión, según él, no tenga mayoría y resulte mucho menos popular que la esperanza de ser vencedores y justos a la vez.
Fuente: Haaretz
Traducción: www.israelenlinea.com