La decisión del Ministerio de Educación israelí de excluir del programa de literatura de los centros de secundaria una novela que cuenta una historia de amor entre una judía israelí y un palestino despertó controversia en el país.
Una apariencia pulcra se logra con una moderna máquina de lavar ropa y una buena ducha. La pureza étnica de un pueblo se consigue con un buen lavado de cerebro. Con ese objetivo, nada mejor que inculcar esas costumbres higiénicas desde los primeros años de vida. No importan caracteres humanos o democráticos universales siempre y cuando el objetivo principal sea el compromiso con la identidad y la diferenciación de otras etnias.
Las dos grandes masacres cometidas por terroristas fundamentalistas islámicos en París en 2015 - en la redacción de «Charlie Hebdo» y en el supermercado kosher en enero, y en el Estadio de Francia y en el teatro Bataclán en noviembre - han vuelto a poner sobre el tapete el debate sobre qué tipo de guerra se está librando; si es de hecho una guerra, si existen dos o más bandos.
En este año que termina el mundo es menos seguro y aumentó el peligro de que los conflictos regionales se conviertan en guerras aún más generalizadas, especialmente el que se desarrolla entre los territorios de Siria e Irak y que tiene al grupo terrorista Estado Islámico (EI) como su principal fuente de escalamiento.
Mucha gente en el mundo envidia a los palestinos. Con razón. Ellos son el único pueblo que tiene la enfermedad accesible sólo a los más privilegiados de los privilegiados en el mundo: la inocencia crónica.
Hay dos imágenes. En la primera un terrorista encapuchado extrae de su ropaje una ametralladora y al grito de: «Alá es el más grande», comienza a disparar a mansalva contra un desprevenido público aglomerado en torno a una actividad de esparcimiento. El saldo es el pánico generalizado, decenas de muertos, múltiples heridos y ríos de sangre. La escena se desarrolla en París. La segunda imagen es idéntica a la primera, pero el terrorista utiliza un cuchillo y acontece en Jerusalén.
Estos días, en un café de Jerusalén, con un televisor sin sonido colgado de la pared, escucho a una mujer detrás de mí decirle a su amiga: «Esta oleada de refugiados, estos sirios, no sé yo…».
Echarle la culpa al cambio de siglo de las transformaciones sociales es sólo un lugar común universal. El almanaque no rige la realidad, sólo mide el tiempo en que los hechos ocurren. Los que producen esas transformaciones son los factores tecnológicos o evolutivos que influyen decisivamente en el comportamiento colectivo de los seres humanos. Y esos factores se dan en 2015, en 1968, en 1945 o cuando sea.
Siria es el epicentro de un conflicto internacional por el control del paso de los estratégicos gasoductos que transportarán el gas desde los centros de producción de los países de la órbita de Rusia y Oriente Medio hacia los mercados de Europa, un tema poco referenciado cuando se habla de la devastadora guerra en Damasco.
Después de los ataques del Estado Islámico (EI) en París el 13 de noviembre pasado, el editor ejecutivo del diario iraquí «Al-Mada», Adrian Hussein, publicó un duro artículo titulado «Nuestro terror. Somos responsables» en el cual reconoce que todos los musulmanes, sunitas y chiítas, tienen responsabilidad directa por el terrorismo que asola al mundo.