Llega a su fin en Oriente Medio una larga y convulsionada etapa de relaciones estratégicas, que podríamos designar como «nasserista» en referencia al controversial líder egipcio. Dicho período se caracterizó por la preeminencia del enfrentamiento árabe-israelí y la cuestión palestina, la función del nacionalismo como cemento interno de los Estados árabes, la relativa subordinación de tradicionales tensiones religiosas y étnicas, y el papel crucial de poderes externos a la región en su curso geopolítico.
La nueva realidad presenta otros ejes de enfrentamiento. Por un lado el fin del nasserismo, que a su manera todavía encarnaban las dictaduras en Egipto, Irak, Libia y Siria, lejos de significar el salto a una etapa de libertad ha abierto las puertas a la desintegración y la anarquía.
El nacionalismo pierde intensidad y la división religiosa entre sunitas y chiítas, así como las rivalidades tribales, desvían las miradas árabes fuera de Israel y minimizan el tema palestino. La amenaza del Irán chiíta, empeñado en convertirse en poder regional dominante, hace cundir el pánico entre las monarquías sunitas de Arabia Saudita y los Emiratos; mientras tanto Libia se ha desmembrado, y los antagonismos entre regiones y decenas de milicias armadas despedazan el país.
Los acomodados y atemorizados gobernantes en Arabia Saudita, Qatar, Kuwait y Bahréin, temen mucho más a un Irán que agita las masas chiítas y procura armarse con armas nucleares, que a una Israel cuyos propósitos estratégicos son bien conocidos y se centran en su propia supervivencia.
La insurgencia chiíta, promovida por Teherán también en Irak, hace temblar carcomidas estructuras y despierta el fantasma de un fundamentalismo religioso que podría extenderse como reguero de pólvora. Por su parte, Assad procura sostener la alianza de minorías que articula su gobierno en Siria y lo hace con apoyo iraní, ante la creciente desafección de la mayoría sunita.
Este complejo rompecabezas, que por momentos pareciera favorecer a Israel en vista del relativo debilitamiento de algunos de sus vecinos, es capaz de transformarse radicalmente en corto tiempo.
Por un lado, el programa nuclear iraní es percibido en Jerusalén como una amenaza existencial.
Un ataque preventivo de Israel contra las instalaciones atómicas de Irán desataría un conflicto de grandes proporciones y forjaría ambiguas alianzas.
Por otro lado, la anarquía que se expande desde el seno de las hambrientas masas egipcias y penetra hacia el resto de la región, bien podría conducir al nuevo presidente de Egipto a suspender el tratado de paz con Israel, que suscribieron en su momento Sadat, Begin y Carter, para restaurar la fuerza del nacionalismo antisionista como médula espinal de la política árabe.
¿Atacará Israel a Irán? Si lo hace no contará con el apoyo de Obama, ya en franca retirada de Irak y Afganistán, concentrado exclusivamente en su reelección, y consciente del impacto negativo del aumento del precio de la gasolina sobre el electorado estadounidense. Precios altos del combustible son la condena a muerte para una segunda presidencia del actual ocupante de la Casa Blanca.
En síntesis, Oriente Medio no se debate hoy entre la libertad y el autoritarismo sino entre la estabilidad y el caos; y en el plano estratégico el eje no pasa por el nacionalismo árabe frente a Israel, sino que se focaliza en la crisis interna de una civilización islámica escindida entre chiítas y sunitas, que aún evaden el tránsito a la modernidad.
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