Casi quince meses. Cerca de 13.000 muertos. 500.000 desplazados internos. 73.000 refugiados en países vecinos. Masacres a diario y un conflicto que, a medida que pasa el tiempo, se aproxima más a una guerra civil.
Son las características que actualmente reúne Siria. Un país cuyo gobernante, Bashar al-Assad, pese a su aislamiento internacional - con la excepción de determinados aliados - no cede a la hora de satisfacer las demandas de su pueblo. Una población cuya muerte y desgaste contemplamos a diario y que, desde fuera, suscita múltiples interrogantes que tienen al frente uno muy evidente: ¿Por qué no se interviene?
Siria es un país enormemente complejo y, en el momento en el que comienzan las protestas contra su régimen, aún está «caliente» el éxito logrado en el contexto de las revueltas árabes por Túnez y Egipto, lo que lanzó a los sirios a seguir su ejemplo y hacer escuchar sus demandas. Sin embargo, en su caso, las características que reúnen hacen complicado un final inmediato semejante.
La fecha clave fue el 15 de marzo de 2011, si bien es cierto que ya en el mes de febrero circulaban por las redes sociales convocatorias anónimas para echarse a las calles y artículos de blogueros en los que se pedía un cambio en el régimen sirio y su partido único, el Baaz, encabezado por Al Assad. Pero fue ese día en el que familiares de unos menores de edad, que fueron detenidos por una pintada reivindicativa se manifestaron en Deraa, que se convirtió entonces en el epicentro de las manifestaciones.
Las muertes comenzaron casi de inmediato y, ocho días después, un portavoz del presidente anunció las mayores reformas en décadas en el país para satisfacer las «legítimas» demandas del pueblo: derogar la ley de emergencia en vigor desde 1963, subir el salario mínimo a los funcionarios, más sanidad, nuevas leyes para garantizar un mayor control al gobierno, creación de empleo y la formación de un comité que analice la situación en Deraa, donde, en ese momento, se concentraba el conflicto.
Pero todo esto no sirvió de nada. Las protestas continuaron y Assad se vio obligado a dirigirse a la nación. Como hicieran Mubarak o Ben Alí, se sumó a la teoría de la «conspiración» para derrocarle. Defendió que las reformas políticas no eran prioritarias pero ya se percibía un síntoma de que algo estba cambiando: su gobierno acababa de dimitir en bloque.
No es la primera vez que Siria vive algo así. En 1982, el padre del actual presidente, Hafez al-Assad, no dudó en reprimir violentamente una revuelta islamista en la ciudad de Hama. Fueron asesinadas 30.000 personas.
Por eso, cuando Bashar al-Assad asumió el poder, su figura suscitó esperanzas de cambio y democracia, algo que su discurso ante el Parlamento sirio, cargado de mensajes de aperturismo y modernidad, reforzó. Pero no fue así, Siria volvía a ver cómo se repetía la historia.
En este punto es preciso explicar también lo complicado de la población siria. Tanto la familia del presidente como los puestos clave que gobiernan el país son de la minoría alawita, una rama del chiísmo, que suponen sólo un 12% de los sirios. Junto a ellos hay otras minorías étnicas y religiosas: los cristianos y los propios chiítas, presentados en este conflicto como aliados.
La mayoría de la población son sunnitas que, cuando sus poblaciones son atacadas, son intervenidas a su vez por los llamados «shabiha», una temida milicia progubernamental para la que, según los activistas, el régimen recluta personal que se encarga de fomentar el odio sectario. La clave de esto reside en el hecho de que, en un eventual derrocamiento de Assad, las minorías afines tendrán miedo a su futuro. Así, creen que la mayoría sunnita impondrá un régimen en el que ellos no tendrán cabida.
Se suponía que las protestas, inicialmente, no tenían un color ideológico determinado pese a que el régimen ahondaba cada vez más en la idea de que sí, fomentando el conflicto civil en el que se está tornando la situación.
Cuando hablamos de la oposición siria hay que tener en cuenta que es de lo más plural. En ella existen tendencias muy diversas, como activistas de derechos humanos, islamistas moderados y nacionalistas a la cual también se incluyen blogueros y ciberdisidentes, encargados de transmitir la revolución.
Ello influye también en que no exista una voz dominante, lo que dificulta aún más una solución. De un lado, por ejemplo, el Consejo Nacional Sirio (CNS) en el exterior no está bien coordinado con los rebeldes desertores del Ejército Libre Sirio (ELS) y tampoco lo está con los Comités de Coordinación Local, que tratan de gestionar la resistencia.
Entre sus características cabe destacar, entre otras, que adoptaron la antigua bandera de la República Siria, anterior al partido Baaz y a la llegada de la familia Assad.
Los vetos de China y Rusia en el Congreso de Seguridad de la ONU imposibilitaron que la comunidad internacional dé grandes pasos en este conflicto y en uno fundamental: detener el envío de armas, algo que siguen haciendo tanto Rusia como Irán, dos grandes aliados que permanecen junto al régimen sirio.
Así, pese a que las demandas se centran en Assad, es cierto que hay un foco diplomático que también se dirige a la diplomacia rusa que, tras la reciente matanza de Hula - en la que fueron asesinados más de 100 personas, casi la mitad niños - suavizó su defensa al régimen de Assad de la mano de su ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, que aseguró que para Rusia no es tan importante «quién» está en el poder sino que cese la violencia, de la que culpa a ambos bandos.
Por ello, ante las dificultades que entraña una intervención, cada vez se piensa más en una salida semejante a la de Yemen, pese a que ya la Liga Árabe propuso un plan de paz que Damasco rechazó, o en armar a los rebeldes algo que diversas fuentes afirman que ya se hace y que, sin embargo, fomentaría el conflicto civil.
Pero desde marzo del año pasado, la comunidad internacionales propuso varias medidas para lograr el cese de la violencia y una salida pacífica: numerosas sanciones de carácter económico y diplomático se sucedieron por parte tanto de la Unión Europea como de Estados Unidos incluyendo, en ambos casos, un embargo a su petróleo pese a las protestas de Rusia.
Además, la Liga Árabe y la ONU nombraron a Kofi Annan como enviado especial, quien elaboró un plan de paz que implicaba un alto al fuego por ambas partes. Sin embargo, tras la matanza de Hula, el Ejército Libre Sirio oficializó la ruptura de dicho armisticio que nunca se llegó a concretar.
La ubicación siria es clave. Assad lo sabe y no duda en usarla como base para mantenerse en el poder: «Siria es una falla en el terreno regional y un ataque incendiaría Oriente Medio», declaró en octubre del año pasado.
Razón no le falta. De un lado, Siria es el más cercano aliado de Irán y, del otro, tiene como vecinos a Irak y Líbano, gracias a lo que el gobierno iraní está en contacto con Hezbolá. Por lo que es cierto que una intervención directa generaría una reacción en cadena de estos países colindantes de final incierto.
Clave en este conflicto es la Liga Árabe. Comenzando por su voto a favor de establecer una zona de exclusión aérea, al estilo Libia, algo que supuso un verdadero punto de inflexión. Más lo fue cómo evolucionó su postura hacia Siria que llegó al punto de optar por la inédita medida de suspenderla como miembro de la organización.
El papel de Turquía también es muy relevante ya que hasta ahora era uno de los principales socios comerciales que tenía el régimen sirio. El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, alzó más que nunca su voz contra Asad, pidiéndole detener el «baño de sangre» y comparó su deseo de «luchar hasta la muerte» con Hitler y Mussolini.
En síntesis: Todos estos hechos ponen de manifiesto una revolución y un conflicto de gran magnitud y complejidad. Falta por responder en qué momento cesará la violencia y se iniciará una transición democrática. El panorama no es para nada alentador.
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