Un recorrido por los medios de prensa del último año nos mostraría una incesante presencia de debates e interrogantes acerca de la proximidad o no de un ataque israelí contra las instalaciones nucleares de Irán. Más precisamente de cuatro plantas fundamentales, dos de las cuales están altamente protegidas bajo tierra y blindajes varios.
Los comentaristas más serios e informados de Israel y EE.UU subrayan la profunda división que existe dentro del gobierno israelí y más aun en el establishment de Inteligencia y de Defensa de este país.
El primer ministro, Binyamín Netanyahu, y el titular de Defensa, Ehud Barak, se muestran como los más decididos a impulsar el ataque.
En tanto, desde EE.UU el gobierno de Obama advierte acerca de la contundencia que tienen sobre la economía iraní las sanciones económicas y no cesa de dejar traslucir la existencia de otros medios que también golpean la infraestructura nuclear de Irán. Tal es el caso de sucesivos virus informáticos y atentados.
Esta brecha entre Washington y Jerusalén se volvió a repetir pocos días atrás cuando la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) dio a conocer un nuevo informe sobre los avances del Gobierno de la República Islámica en el área atómica.
Mientras para el Ejecutivo de Netanyahu ese reporte no hacía más que mostrar la necesidad de acciones urgentes y contundentes, la Casa Blanca lo relativizó afirmando que aún hay una ventana de oportunidad.
La cercanía de las elecciones americanas, las serias dificultades que todavía afectan a la economía internacional y la necesidad de darle un cierre lo más ordenado posible a las guerras en Irak y Afganistán, fortalecen esa posición. Sin que por ello, desde esferas de poder norteamericano se deje de hablar de un posible ataque a Irán para la segunda mitad del 2013 si no se producen progresos en las tratativas.
Más allá del caso del programa nuclear de Irán, de importancia superlativa sin duda, una mirada más amplia y a largo plazo nos mostraría que algunas fuerzas de Oriente Medio están mutando y que Israel deberá hacer frente a un escenario complejo y no necesariamente armónico a corto y mediano plazo.
En primer lugar, la menor importancia relativa que el petróleo y derivados del mundo árabe tendrá para la economía norteamericana. El boom de la exploración y explotación de shale gas y shale petróleo en territorio americano es un hecho cada día más evidente y que está llamado a alterar la ecuación energética mundial. Informes oficiales dados a conocer durante 2011 y 2012 afirman que EE.UU, China y Argentina son grandes reservas de este tipo de combustibles no convencionales. Siendo EE.UU, desde los años '70, un líder indiscutido en el desarrollo de la tecnología necesaria para poder extraerlo. De más está decir que entre los intereses básicos de Washington en su alianza con Jerusalén figura la posición estratégica de éste último a la cercanía de la riqueza petrolera árabe e iraní. Esa menor importancia relativa que pasaría a tener Israel, se vería en cierta medida compensada por las grandes reservas de gas que el Estado hebreo ha encontrado en sus costas y aguas cercanas.
Otro de los factores de indudable relevancia, es la «Primavera Árabe» y la caída de los regímenes laicos y autocráticos en Egipto, Túnez, Libia y próximamente en Siria.
La caída de un «no enemigo» como Mubarak en Egipto y el probable derrumbe de un «enemigo previsible» como Assad en Siria, se constituyen en factores aun en plena fluidez y de difícil proyección. De lo que no cabe duda, es de que ambos hechos determinan un agudo cambio del statu quo existente desde fines de la década de los '70, décadas que están signadas por la ausencia de una guerra a gran escala de Israel contra coaliciones de sus principales vecinos árabes como las ocurridas desde 1948 a 1973.
La buena noticia para Israel dentro de este torbellino de incertidumbre, seria que el grupo chiíta Hezbolá, que ha sabido combinar guerra asimétrica y terrorismo, perdería una retaguardia estratégica importante con la ida de Assad. Más allá de toda duda, el futuro poder en tierra siria pondrá en el centro de la escena a la actualmente sojuzgada mayoría sunnita. De por sí más cercana a Turquía, Arabia Saudita y Qatar que a Irán.
Por último y no menor, es la creciente independencia de criterio y protagonismo regional de Turquía. Su popular gobierno islámico ha desmontado los programas de cooperación estratégica que en su momento tuvo Ánkara con Jerusalén. El primer ministro Erdogan ha sabido combinar una activa defensa de la causa palestina, la plena membrecía de Turquía a la OTAN, actuar decididamente para fortalecer la resistencia anti-Assad en Siria y establecer canales de comunicación diplomática con Irán sin por ello alienar la relación con Washington.
En otras palabras, el panorama que enfrentará Israel en las próximas décadas no necesariamente será mejor o peor que el existente en los últimos 40 años. De lo que no cabe duda, es de que será muy diferente y que requerirá de una elite política que sepa con prudencia y visión estratégica a largo plazo administrar esa transición.
Nada más peligroso o disfuncional para los Estados y las personas, que aplicar recetas de tiempos que ya pasaron así como nada más común que tener la inercia de seguir actuando como si nada hubiese cambiado.
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