La muerte del preso palestino Arafat Jaradat, bajo custodia en una prisión israelí, encendió la mecha de la violencia en Cisjordania. Paralelamente, la huelga de hambre iniciada por reclusos palestinos desde hace semanas así como las multitudinarias manifestaciones en solidaridad por sus condiciones, pusieron nuevamente de relieve la fragilidad del ambiente en el que palestinos e israelíes se encuentran.
Las circunstancias que rodean la muerte de Jaradat añaden un peso más de presión internacional hacia Israel. El Estado hebreo vive desde el pasado noviembre, cuando la Asamblea General de la ONU aprobó el nuevo estatuto de Palestina como Estado observador no miembro, un nuevo clima de desconfianza internacional por sus políticas hacia los palestinos. La muerte de Jaradat se convirtió en un foco de tensión más con el que Israel debe lidiar.
En este contexto de ira popular, el presidente de la Autoridad Palestina (AP), Mahmud Abbás, intenta responder como las masas y los miles de presos palestinos que secundan la huelga de hambre le piden. Su actitud hacia esa nueva muerte es de tolerancia cero y volvió, tal como hiciera ya con su plan de la ONU, a contradecir a Israel.
Mientras, las llamadas a seguir la situación de desorden y levantamiento popular se suceden en Gaza y Cisjordania. Durante el entierro de Jaradat, el brazo militar de Al Fatah, los mártires de las Brigadas de Al-Aqsa, exigieron venganza y continuar con la violencia.
El cruce de acusaciones entre Israel y la AP por el actual brote de violencia que azota Cisjordania esconde una situación de descontento generalizado que abunda entre los palestinos. Las razones que los empujaron nuevamente a salir a las calles no se reducen exclusivamente a este último incidente sino que tiene raíces mucho más profundas.
En primer lugar, uno de los principales factores viene de la estancada situación económica que se vive en Cisjordania, donde desempleados y jóvenes se llevan la peor parte, aunque no exclusivamente.
Funcionarios locales, entre ellos la policía y demás fuerzas de seguridad, ven como, desde la aprobación del plan de Abbás, los impuestos captados por Israel, y que deberían ser transferidos a la AP, fueron congelados. Con el afán de intentar calmar los ánimos, el primer ministro israelí, Binyamín Netanyahu, intentó rectificar y ordenó pagar la mayor parte del dinero debido.
En segundo lugar, la violencia perpetrada por algunos de los habitantes de los asentamientos judíos más radicales durante estos últimos meses - ataques conocidos bajo el lema de «Tag Mejir» (Etiqueta de precio, en hebreo) aumentó de modo insostenible la tensión entre palestinos e israelíes en la zona.
En ese sentido, el color político de la coalición de gobierno que finalmente respalde a Netanyahu será clave para reducir y frenar la actual política de expansión. El reciente anuncio de que la ex canciller Tzipi Livni formará parte del nuevo ejecutivo y desde su futuro cargo de ministro de Justicia será la encargada de reanudar las negociaciones con la AP, podría ser esperanzador.
Sin embargo, no se debe olvidar que las decisiones fundamentales no vendrán de su mano. La posibilidad de que Naftali Benett y su partido religioso-nacionalista, Habait Haieudí, puedan tener un papel destacado en el nuevo gabinete dinamitaría cualquier posibilidad de avance real en las tratativas.
El tercer factor emana de la propia dinámica de la política palestina y las diferencias existentes entre Hamás y Al Fatah. Por un lado, Hamás con control sobre la Franja de Gaza, no salió tan mal de la operación israelí «Pilar Defensivo» del pasado noviembre. Sus índices de popularidad en Gaza y Cisjordania se vieron beneficiados e intenta aprovechar el buen momento político ampliando sus redes en el mismísimo territorio gobernado por Abbás. En respuesta, el presidente palestino actúa intentando mostrarse con mano de hierro ante cualquier nueva acción israelí. Con una presión popular creciente a sus espaldas, que llama a una reconciliación con Hamás, el mandatario intenta mantener el equilibrio en el área a la vez que trata de mostrarse como la única alternativa viable para dialogar.
En una situación regional muy distinta a la del 2000, cuando estallaba la segunda Intifada, ni Israel ni la AP están interesados en un estancamiento y perpetuación de la violencia. Israel no se encuentra en un contexto internacional favorable a la vez que Netanyahu, aún en charlas de negociación con los distintos partidos, no se puede permitir una inestabilidad creciente y el consiguiente desgaste político que conlleva. Por otro lado, Abbás no quiere que la situación se le escape de las manos y pueda perder el dominio de Cisjordania ante un Hamás expectante, que espera aprovechar acciones de descontrol y descontento. No obstante, el mandatario palestino tampoco puede permitirse no dejar fluir la insatisfacción popular de muchos de sus simpatizantes ante la muerte de Jaradat.
Un clima de tensión que puede prolongarse durante días, e incluso hasta la visita del presidente Obama a la zona, prevista para este mes. Un escenario que no es nada conveniente para Israel, en un momento en el que el Estado judío dista de cohesión política interna para afrontar una nueva crisis y un nuevo aislamiento internacional.
Abbás también es consciente de que la presión puede jugar a su favor a la hora de asentar las bases de negociación ante la administración americana e israelí. Pero, de igual modo, a fin de evitar una pérdida del apoyo internacional ganado en la ONU, la AP debe ser capaz de contener los niveles de violencia de 1987 o del 2000.
A la espera del desarrollo de los próximos días, es aún temprano para hablar de una tercera Intifada, aunque en el conflicto árabe-israelí nada es imposible. Ante un contexto regional cambiante, los riesgos y precios de cada nueva escalada de violencia son elevados y preocupantes para ambas partes.