En su reciente visita a Egipto el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, se curó en salud y declaró que había venido a apoyar al pueblo egipcio y no a tomar partido en la política interna del país ni a apoyar a ninguna persona, partido o ideología en particular.
Sin embargo, Mohamed Baradei y otros líderes opositores se negaron a entrevistarse con el jefe del Departamento de Estado. En cambio, otras figuras de la oposición egipcia como Amr Moussa y Ayman Nour sí dialogaron con el visitante.
Si con la oposición la visita tuvo resultados no demasiado satisfactorios, tampoco parece haberle ido demasiado bien con el gobierno. Informes extraoficiales sobre el encuentro entre Kerry y el presidente egipcio señalan que fue un total fracaso, ya que Mohamed Mursi aparentemente no dio mayor importancia a los graves problemas económicos de su país y sólo se mostró obsesionado por obtener una mayoría decisiva para los Hermanos Musulmanes en las próximas elecciones.
La visita de Kerry tuvo lugar en medio de una situación turbulenta con protestas airadas en Port Said luego de las sentencias de muerte dictadas contra 21 hinchas de fútbol acusados de los disturbios de febrero del año pasado en los que fallecieron 74 personas, protestas en la Plaza Tahrir de El Cairo y varias víctimas en enfrentamientos de manifestantes con la policía en Mansoura.
La prensa árabe, citando a la agencia de noticias turca Anadolu, informó que el emisario del presidente norteamericano habría tratado de lograr un acuerdo entre los políticos rivales de Egipto para que formen un gobierno de unidad nacional. La misma fuente señala que los líderes de la oposición habrían reclamado la formación de un ejecutivo de esa clase a cambio de su participación en las elecciones programadas.
Todo parece indicar que la idea de formación de un gobierno nacional no es más que un espejismo. Los norteamericanos, con su ingenua fe en que todo el mundo comprende las virtudes de la democracia, no captan en toda su dimensión el trasfondo de la actual crisis en Egipto: un totalitarismo islámico contra una democracia genuina, libertades plenas o sumisión a la tradición religiosa y a la autoridad de los clérigos, libre circulación de ideas o tabúes institucionales infranqueables. Para los Hermanos Musulmanes, el dilema está entre la ideología y la realidad, o sea el islamismo implantado a la fuerza al estilo Irán o la adopción de una política pragmática adaptada a las necesidades del país en un mundo globalizado. No es un problema sencillo porque la organización fue la creadora del islamismo militante moderno.
En un interesante artículo publicado en el diario «Daily Ittelfaq», el intelectual de Bangladesh, Shahrazad Jafer, describe en estos términos lo que él denomina «Las raíces del totalitarismo islámico»: «La Edad de Oro islámica entre los siglos VIII y XII fue una época de florecimiento de la ciencia, la filosofía y el arte. En Bagdad se estudiaban y debatían las obras de Aristóteles y de otros filósofos griegos. Ellos estaban fascinados por las enseñanzas de Aristóteles sobre la lógica y trataron de combinar la lógica y la fe».
«Al Ghazali (1058-1111), un filósofo musulmán, estuvo afligido por el conflicto entre el Islam (sumisióna la fe) y la Edad de Oro (la razón y la ciencia). Él buscó la soledad del desierto en busca de una respuesta a ese dilema. Regresó con una respuesta muy sencilla: la fe sin ningún cuestionamiento. La fe debía ser vista como la única respuesta válida. La razón debía ser abandonada y la crítica se convirtió en algo imposible ya que no es posible cuestionar a un Dios infalible. Esto llevó al renacimiento de la fe en la sociedad musulmana y al fin de la era del iluminismo. Al Ghazali se convirtió en el hombre que salvó al Islam y se le dio el título único de «Hujjat al-Islam» (Prueba del Islam)».
«Egipto en 1928 se encontraba bajo la ocupación británica y bajo el impacto de nuevas ideas como el nacionalismo, el comunismo, el fascismo y el rechazo del Islam. Había una atmósfera de discusión sobre esos temas. Confrontado con esos debates, el maestro de escuela Hassan el Banna, que odiaba la ocupación británica y las ideas que planteaba, comenzó a reflexionar sobre la sórdida impiedad de la sociedad musulmana. Buscó las causas de la caída del otrora muy poderoso imperio otomano. ¿Qué llevó a su decadencia? ¿Por qué los musulmanes se encontraban a la sombra de Occidente?»
«La solución que encontró fue que la Sharía, la ley religiosa islámica, había dejado de gobernar la conducta de los hombres. Los musulmanes, al abandonar las normas del Islam, habían permitido que la falta de fe y el alejamiento de Dios llevaran a la caída del imperio musulmán. Por ello, Al Banna creyó que Dios utilizaba a Occidente para castigar a los musulmanes por su impiedad».
«Como solución, decretó que los musulmanes debía redescubrir las enseñanzas de Al Ghazali y proclamarse 'combatientes de la guerra santa' en el sendero de Alá y no descansar hasta que el último infiel se convierta al Islam y viva bajo su reinado. Para llevar adelante esa doctrina fundó en 1928 la Hermandad Musulmana, que se convirtió en la fuente nutricia del totalitarismo islámico. Su objetivo era, y sigue siendo, un régimen global en el que impere la Sharía y en el cual el Corán sea la Constitución y el imperio de Alá sea la ley última».
Más tarde, el educador y crítico literario, Sayyid Qutb, llevó esta doctrina a sus últimas consecuencias, incluyendo la idealización de la muerte.
No es de extrañar que con esa visión del mundo, la Hermandad Musulmana haya sido admiradora de Hitler y del Tercer Reich (que es un tema que merece un artículo aparte).
Pero para tener una idea del dilema de Mohamed Mursi, cabe preguntarse qué pasaría si un partido neo-nazi, convencido de la vigencia de las ideas de Hitler, ganara hoy las elecciones en un Estado democrático y para poner en pie su economía arruinada no tuviera otro camino que buscar la ayuda de países democráticos.