Si la revuelta que se inició en Estambul y se ha extendido a otras ciudades está enviando algún mensaje, el mismo está dirigido exclusivamente el primer ministro de Turquía.
El que Recep Tayyip Erdogan tenga o no la voluntad y el tiempo para sentarse, analizar y asimilar estos mensajes también definirá el rumbo de la política del país que lidera durante una década.
En esencia, la cuestión es el haberlo hecho todo demasiado personal y haber llevado eso demasiado lejos. Si se estira una goma una o dos veces, es posible que no pase nada, pero si se estira demasiado, puede acabar haciendo daño. Juzgando objetivamente lo que ha estado sucediendo, parece que eso es lo que le ha pasado a los diversos tejidos sociales de Estambul y de otras grandes ciudades.
Con el pretexto de un proyecto para un parque, la revuelta, consecuencia de la acumulación de emociones en la mente de los ciudadanos, principalmente los jóvenes, pero incluso gente con puntos de vista políticos claramente opuestos, es un coro social de advertencia al líder turco, a su retórica y sus políticas relacionadas con la vida urbana. Es una ensordecedora protesta que grita «¡alto ahí!» ante el imponente alarde de un ego hinchado y tal vez envenenado.
No tenía por qué haber llegado tan lejos, pero se han combinado varios elementos y esta sido la gota que rebasó el vaso.
El punto primero y más importante tenía que ver con el patrón que emergió rápidamente en Turquía de obediencia incondicional hacia Erdogan.
A pesar de una serie de advertencias amistosas procedentes de personas ajenas al Partido de Justicia y Desarrollo, la mayoría de la «gente sabia» del partido - la camarilla fundadora - se siente demasiado intimidada para negociar, cuestionar o plantar cara al voluntarioso jefe de Gobierno.
Como es bien sabido en la historia de la política, lo único que consigue un método de gestión política tan vertical es instigar el servilismo, nada más.
Vistos los zigzags en su conducta desde las elecciones de 2011, desde luego da la impresión de que estos elementos han llevado a Erdogan a perder el contacto con la realidad, a parecer distraído y confundido y a actuar erráticamente en ocasiones.
Esto no ha hecho sino alimentar sus delirios de grandeza, que puede que expliquen su negativa a reflexionar sobre las verdaderas causas de la revuelta urbana.
Los acontecimientos demuestran que la protesta gira en torno a él y no tanto en torno al movimiento que lidera. Por ello, la primera cuestión es si prestará o no atención a la disensión - dentro de su partido y fuera de él - a fin de recuperar su contacto con la realidad.
El segundo punto tiene que ver con el mandato que se le ha encomendado desde 2002 y la razón por la que sigue siendo tan popular.
Si el Partido de Justicia y Desarrollo sigue siendo, después de una década, tan querido entre las masas, es porque se considera que representa un vehículo para alcanzar el destino de la plena democracia. Los votantes - que se extienden mucho más allá de una masa social de musulmanes devotos - han renovado su apoyo cada vez que han acudido a las urnas porque creen que Erdogan debe ser el conductor que concluya ese trayecto con éxito.
Los votos recibidos desde 2002 han sido para una misión, no sólo para una economía fuerte, sino también para un Estado de derecho, para la justicia, para la libertad, para la igualdad y para la coexistencia pacífica. Y por encima de todo, para la dignidad humana y el respeto al prójimo. Los ciudadanos de Turquía están hartos de que se les trate como ganado y quieren decidir su destino en medio de la serenidad social, sin miedo.
Sin embargo, desde 2011, Erdogan ha adoptado un planteamiento de «déjenme hacerlo todo» y se ha dedicado a una frustrante microgestión de los estilos de vida de los ciudadanos y a dictar las pautas culturales. La mayoría considera que otorga prioridad a valores morales mayoritarios, en detrimento de otros, lo cual ha dado origen al miedo y a la marginación. A pesar de las advertencias y las señales, ha intensificado su paternalismo hasta el punto de sermonear y humillar a algunos segmentos sociales, diciéndoles «Vayan a casa y beban alcohol allí» o hablando de los «jóvenes borrachos». La polarización, que ya estaba ahí, alcanzó su máximo, y ha producido un efecto indeseado.
La cuestión crucial es si recuperará la humildad y asimilará sus errores. No me siento muy optimista, a menos que cambie sus círculos próximos. Como advierte Bülent Kenes, director del diario turco «Today’s Zaman»: «El Partido de Justicia y Desarrollo se ha asociado con proyectos gigantes de construcción, en Estambul y otras ciudades, que no son escrupulosos con el medio ambiente, sólo para crear beneficios para algunos de sus partidarios».
Si Erdogan mantiene su actitud desafiante o amenazante, también su partido debería tener miedo. Las probabilidades de conservar el poder en la Municipalidad de Estambul son menores, el proceso de paz con los kurdos será más vulnerable al sabotaje, y un nuevo sistema presidencial en la nueva Constitución sería un sueño imposible.