Quien siga los comentarios sobre la política exterior del presidente norteamericano, Barack Obama, en Oriente Medio, verá que hay varios temas que destacan. La gente de la región sostiene que cualquier cosa que salga mal, es por su culpa.
Los expertos en política exterior alegan que todo lo hace Obama lo hace mal. Y el pueblo estadounidense dice: «Estamos totalmente hartos de Oriente Medio. Ya queremos que empiece la temporada de fútbol. ¿Cómo ven a los 49 de San Francisco?»
De hecho hay cierta lógica en esas posiciones.
Todo comienza con la enorme diferencia existente entre la política de la Guerra Fría y la de la posguerra fría. Durante la Guerra Fría, la política exterior de Estados Unidos «giraba en torno a ver cómo afectaba la conducta externa de los países», explica Michael Mandelbaum, experto en Relaciones Internacionales de la Universidad Johns Hopkins.
Estados Unidos estaba dispuesto a pasar por alto la conducta interna de los Estados, tanto porque los necesitaba como aliados en la Guerra Fría como porque, con los soviéticos preparados en el otro lado, cualquier intervención podía degenerar en un enfrentamiento entre las superpotencias.
La política exterior de la posguerra fría trata de «afectar la composición y gobernación internas de los Estados», agrega Mandelbaum. Y en Oriente Medio, muchos de ellos están trastabillando y la amenaza de que se derrumben y se vuelvan territorios sin gobierno es mayor que la de su fuerza o su capacidad de proyectar poder.
Pero lo que aprendimos en Bosnia, Afganistán, Libia, Irak, Egipto y Siria es que es muy difícil cambiar la conducta interna de un país - especialmente a un costo y dentro de un marco temporal que tolere el pueblo estadounidense - porque requiere restructurar su cultura política y lograr la reconciliación entre sus diferentes adversarios.
Las herramientas básicas de la Guerra Fría que nos sirvieron tan bien en esa época - armas, dinero y retórica - simplemente no sirven para las nuevas tareas. Es como tratar de abrir una lata con una esponja.
Restructurar un país en lo interno requiere una mezcla de arbitraje, asesoría, incentivos, presiones y modelos. Pero nada de eso puede realizar la tarea y lograr que la transformación sea sustentable a menos que el pueblo mismo quiera hacerse cargo del proceso.
En Irak, George W. Bush eliminó a Saddam Hussein, que gobernó al país verticalmente y con puño de hierro. Bush trató de crear las condiciones en las que los iraquíes pudieran gobernarse horizontalmente, haciendo que las diferentes comunidades elaboraran su propio contrato social para vivir juntas.
El método daba resultados, si bien imperfectos, mientras las tropas estadounidenses estaban presentes para arbitrar. Pero una vez que se retiraron, no surgió ningún grupo de políticos iraquíes que asumiera la responsabilidad de ese proceso de una manera incluyente para que pudiera ser sustentable.
Lo mismo es válido para Libia, donde Obama ayudó a derrocar al régimen verticalista y de mano dura de Muammar Gaddafi. Pero se negó a enviar tropas al territorio que ayudaran a dar a luz a un nuevo contrato social. El resultado es que ahora Libia no es más estable ni más democrática sustentablemente que Irak. La diferencia es que el costo del fracaso fue mucho menor. En ambos casos, creamos la oportunidad de un cambio pero el pueblo respectivo no hizo que fuera sustentable.
De ahí las reacciones mencionadas. Los pueblos de Oriente Medio culpan a Estados Unidos porque no quieren o no pueden aceptar su propia responsabilidad para poner las cosas en orden. Y si la aceptan, no ven la forma de establecer los compromisos sociales necesarios, pues las facciones rivales o adoptan la actitud de «soy débil, ¿cómo puedo llegar a acuerdos?» o la de «soy fuerte, ¿por qué tengo que llegar a acuerdos?»
En cuanto a culpar a Obama - por salir de Irak demasiado pronto, por no meterse más a fondo en Libia, o no intervenir en Siria -, eso procede del mismo problema.
Los políticos liberales exigen «hacer algo» en lugares como Irak, Libia o Siria. Pero no quieren hacer lo necesario, que sería una ocupación de largo plazo para rehacer la cultura política en esos países. Y los halcones conservadores, que exigen intervenir, simplemente no saben lo difícil que es restructurar la cultura política en esos países, donde valores como libertad, igualdad y justicia para todos no son prioridades universales.
«Con las herramientas tradicionales de la política exterior, podemos impedir que ocurran cosas malas, pero no podemos hacer que ocurran cosas buenas», observa Mandelbaum.
Por ejemplo, una vez que se comprobó que el régimen sirio utilizó armas químicas, los políticos estadounidenses podían considerar usar misiles de crucero para castigarlo. Pero ello no nos otorga ninguna garantía de que Siria se transforme en una nación unida, democrática e incluyente sin implicarnos a fondo y sin contar con la voluntad de la mayoría de los sirios; todo lo contrario, aumentaría la dimensión de la masacre.
Y con demasiada frecuencia olvidamos que los pueblos de esos países no son sólo objetos. Son sujetos; tienen modo de actuar. Sudáfrica tuvo una experiencia post-apartheid moderada gracias a Nelson Mandela y F.W. de Klerk. Japón se reconstruyó como nación moderna a fines del siglo XIX porque sus dirigentes reconocieron que estaban a la zaga de Occidente y se preguntaron qué estaba mal en el país. Los extranjeros pueden amplificar esas tendencias positivas, pero el pueblo tiene que querer hacerse responsable de ellas.
Conforme se fue descubriendo esa realidad, también aparece otra. El pueblo estadounidense intuye el aumento de nuestra eficiencia energética. La energía renovable, la fractura hidráulica y la perforación horizontal nos están haciendo mucho menos dependientes del petróleo y el gas de Oriente Medio.
Oriente Medio pasó de ser una adicción para convertirse en una distracción.
Imagínense que hace cinco años alguien hubiera dicho: «En 2013, Egipto, Libia, Siria, Túnez, Yemen e Irak estarán en diferentes estados de conmoción política o de guerra civil abierta; ¿qué precio cree que tendrá el barril de petróleo?» La respuesta seguramente habría sido: 200 dólares, por lo menos.
Pero el precio actual es de la mitad de eso y hay una buena razón: «Ahora usamos 60% menos energía por unidad del Producto Interno Bruto (PIB) que en 1973», explica el economista Philip Verleger. «De seguir así la tendencia, en 2020 usaremos la mitad de energía por unidad del PIB que en 2012. Para mejorar aún más las cosas, gran parte de la energía consumida será renovable. Además está el aumento de la producción de petróleo y gas».
En 2006, Estados Unidos dependía del petróleo extranjero en 60% de su consumo. En la actualidad es alrededor de 36%. Es verdad que el petróleo tiene un mercado global y lo que ocurra en Oriente Medio de todos modos puede afectarnos a nosotros y a nuestros aliados. Pero ya no hay la misma urgencia. «Oriente Medio es problema de China», agrega Verleger.
Obama sabe todo eso aunque no pueda decirlo. Pero explica por qué su política exterior es a base de codazos y susurros. No es muy satisfactorio, no es nada divertido y no hará historia. Pero probablemente es lo mejor que pueda hacer o permitirse por ahora. Y ciertamente es lo que desea la mayoría de los estadounidenses.
Fuente: The New York Times
Traducción: www.israelenlinea.com