Por el motivo que aquí nos reúne, me gustaría compartir la historia de mi familia; mi historia, la de un judío español del siglo XXI. Es un relato repleto de lealtad, de perseverancia, de orgullo y de futuro. Y que refleja la conexión y el amor profundo y desinteresado de los sefardíes - «españoles sin patria», como les definió el senador Ángel Pulido - con España.
En las décadas de los años 30 y 40, todos mis abuelos nacieron en el Protectorado español del norte de Marruecos: en Alcazarquivir, en Villa Sanjurjo y en Nador.
Su lengua materna, y la que hablaban en el día a día, era el castellano, su lealtad institucional era para con España, y su corazón, como el corazón de sus ancestros durante siglos, pertenecía a Sefarad, que en hebreo significa España.
En consecuencia, cuando el Protectorado llegó a su fin, mis abuelos decidieron retornar hacia su destino natural: vinieron a Málaga, a Córdoba y a Barcelona. Buscaron aquí una vida mejor para sus hijos, mis padres, y la encontraron. Trabajaron incansablemente, ayudaron a construir las comunidades judías hoy existentes y establecieron un hogar; y de esta manera yo fui el primero de mi árbol genealógico nacido en suelo español desde 1492.
Para mi familia, el miedo a los prejuicios y a los estigmas del pasado no supuso ningún impedimento para vivir, desarrollarse y progresar en España. Tampoco ese pasado impidió que me educaran en los valores que vertebran las sociedades abiertas y libres: respeto al prójimo, honradez y caridad. Fui criado como judío y como español, porque en mi casa no se habló otra lengua que la castellana y nuestras costumbres no eran otras que las españolas. Mi padre leía conmigo el Quijote y Mortadelo y Filemón y mi abuelo me enseñaba a rezar los poemas de Salomón ibn Gabirol el día de Yom Kipur.
Por ello, como español y como judío, no puedo estar más orgulloso de que hoy todos los sefardíes puedan optar, por derecho, a ser españoles. Mis abuelos también lo estarían, mis padres lo están, yo lo estoy y, por supuesto, mis hijos lo estarán, y verán el día de hoy como una fecha histórica que permanecerá siempre en sus memorias.
Esta ley que hoy meritamos se erige también como un tributo póstumo a la inmensa mayoría de sefardíes que durante su largo periplo en el exilio permanecieron fieles a España.
Dicen que la mía es la generación millennial, una generación inquieta que, con todas sus bondades, tiende a mirar hacia delante sin tener presente su pasado y sus orígenes. En este sentido, gracias a mi herencia y condición sefardí, sé que nunca debemos rendirnos ante las adversidades ni olvidar de dónde venimos.
Esta lección se torna hoy necesaria, en el tiempo dinámico y a la vez incierto que nos ha tocado vivir. Y nos ha permitido, a los judíos españoles, estar integrados en la sociedad, ser activos, responsables y orgullosos de nuestro legado; nos hemos implicado a diario en hacer de este país y de este mundo un lugar mejor. Y seguiremos haciéndolo. Volveremos a brillar como hicieron las luminarias de Sefarad. Porque eso es lo que aprendí en mi familia y esos son los valores que hacen a una nación prosperar y superar las dificultades.
Tras esta ley Sefarad, hoy más que nunca, significa España.
Nota: el autor pronunció este discurso ante el Rey de España, Felipe VI, en el Palacio Real de Madrid, donde se realizó un acto para celebrar la aprobación de la ley que facilita a los descendientes de los judíos sefardíes expulsados en 1492 la adquisición de la nacionalidad española.