Esta semana, al igual que en varias otras, podíamos leer los diarios o ver las noticias por televisión y llegar a la conclusión de que tanto árabes como musulmanes no se sienten bien.
No se sienten bien en Gaza ni en Cisjordania. Tampoco en Jerusalén ni en Israel en general. No se sienten bien en Egipto ni en Libia. No se están bien en Argelia ni en Túnez.
Tampoco se sienten bien en Marruecos, Yemen, Irak, Afganistán y Pakistán.
De Siria mejor ni hablemos.
Además, no se sienten bien en Líbano, Sudán, Jordania, Irán y Chechenia.
¿Dónde sí se sienten bien?
Se sienten bien en Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, Suecia, Holanda, Bélgica, Noruega, Rumania, Hungría y Estados Unidos.
En pocas palabras, se sienten bien en cualquier país del mundo donde no haya un gobierno musulmán.
En los países árabes y musulmanes, ellos no se sienten bien. ¿Y a quien culpan? No al Islam; no a sus líderes; ni siquiera a si mismos. Culpan justamente a aquellas naciones en las cuales se sienten bien.
Se sienten bien en democracia, donde pueden gozar a sus anchas, disfrutar de un alto nivel de vida por el cual nunca hicieron demasiado ni tuvieron que manifestar en las calles para conseguirlo.
Pueden permitirse se ociosos, salvajes, rezar en medio de las calles e infringir las leyes; aprovechar los servicios sociales y al mismo tiempo despreciar y hablar pestes del país que se los otorga.
En síntesis, ¿qué hacer?
A este paso, cuando Occidente se despierte al son de las voces de los imanes que llaman desde las mezquitas, será demasiado tarde.